BIOGRAFIA

Biografía Beatriz La Codorniz

(Apodo sacado por mi hermano, alias Carlota come cacota, a los seis años)

Fui una niña buena, obediente, ordenada, bailarina y muy imaginativa.

Fui una adolescente desobediente, discotequera, atrevida, mucho más imaginativa y enamoradiza a la vez que muy dura con los chicos.

¿A quién no le han roto el corazón alguna vez? A mí unas cuantas veces.

Creo que algunas de mis historias se han creado desde esos trozos hechos trapos. Al menos, han servido para algo.

Y ahora, que he madurado, lo he metido todo en una coctelera y he sacado un poco de todo eso, lo mejor y lo peor, por supuesto, ¿A quién le gusta la gente perfecta?

A mí no, porque si no, no tendría al chico malo de la ciudad a mi lado. ;)

Soy grosera y muy, muy sentida, así que, comentar, pero no seáis muy duras…

Es broma, podéis ser tan cabronas como mis protagonistas, yo me lo tomaré con filosofía.

En cuanto a mis historias -porque para mí son eso, historias-, nacen sin saber muy bien qué camino seguir. Creo sobre la marcha. Nuca sé cómo va a terminar, ni lo que sucederá.

Yo también me quiero sorprender. Y quiero disfrutar, como espero que lo hagan todos al leer un pedacito de mí.

P.D. Os preguntareis porque he cambiado mi biografía, pues bueno, solo decir que después de varios años sin sonreír, al fin he soltado una carcajada. Así que, me he dicho; Vuelvo a empezar. Vida nueva. Mente nueva. A la mierda la mierda de pasado y tola la mierda pasada.

Perdón, pero no os alarméis, ya os he dicho que soy una grosera.

Bueno, y ahora a disfrutar de historias que pueden conquistar vuestro corazón.

domingo, 11 de octubre de 2015

ENCADÉNATE A MÍ Sabor a melocotón Capítulo 50

 
 
Capítulo 50
 
ANDREAS
    Me pasé las manos por la cara, bufé y por poco me estampó contra el cristal de mi mesa. Hacía diez minutos que Leon se paseaba por mi despacho, de un lado a otro, como un gato encerrado, hablando en voz baja, maldiciendo y diciéndose a sí mismo; ¿Por qué? ¿Por qué?
    No me molestaría mucho si se dignara a decirme que le pasaba. Su intromisión en mi despecho había resultado toda una sorpresa nada agradable y más cuando, ni siquiera se había dignado a saludarme, simplemente entró, se sentó en el sofá de piel negro que tenía en una esquina y después, posiblemente cuando se calentó el sitio, se levantó y comenzó el bailecito.
    En otros momentos puede que ver desquiciado y tan alterado al serio y organizado de Leon me entretuviera e incluso me divirtiera, pero hoy, el día que por fin me encontraba con Estela, después de un largo tiempo sin verla, no entraba en mis deseos.
    No. Hoy no porque hoy tendría los resultado del dubitativo respiro que le estaba dando a la ratita peleona.
    Y peleona por muchas razones.
    Sí, la mujer de mi vida se estaba convirtiendo en la pesadilla de mi existencia.
    No sé si las cosas las empeoraba, o simplemente mejoraban. Tenía la triste idea, pero asequible, de que hacía lo correcto.
    En mi última visita a Estela, hacía ya dos semanas, Luther, sin ir más lejos, me había propuesto lo que podía llamarse de locura transitoria, ya que, así me encontraba, haciéndole caso a un alcornoque, al que se le había ocurrido la terrible idea de dejar espacio a Estela para que meditara si valía la pena dejar perder a un partido como yo -un niño rico que por suerte era medianamente inteligente y usaba la ropa correctamente… No obstante, eso se trataba solo de la educada forma de decirlo. Luther había usado una menos formal, pero similar y menos educada… vamos, una unión de palabras para definirme-, o tener la suerte de que me diera una segunda oportunidad.
    No lo piensas.
    No la llames directamente a ella, yo te diré como va.
    Y sobre todo, aguanta un poco y no la cagues.
    La última de sus advertencias o sus sugerencias no sabía cómo interpretarla muy bien.
    ¿Aguantar? ¿A qué? ¿Y qué no la cague? ¿Con qué?
     Sinceramente, no era tonto, pero me costó pillar esa amenaza.
    Ignoré mi escasa forma de coger las indirectas y me centré en el problema que tenía delante, otra opción era ignorarlo también pero seguramente mi hermano no me dejaría salir del despacho. Y hace tiempo acepté que la magia y la suerte era algo de lo que no guardaba mucho en mis últimas reservas, con lo cual, Leon no desaparecería tras un; Ta-chan.
    Me apoyé en el respaldo de la silla, poniéndome todo lo cómodo posible e improvisé una cara razonable.
  –Deja de farfullar y dime que te pasa.
    Ese cuerpo se detuvo en seco. Lentamente se volvió y la crispación le llegaba hasta el pelo.
    En otros casos preferiría tratar con Dana que con Leon. El mayor de los Divoua era una autentica fotocopia de mi padre. Mientras que nosotros mostrábamos nuestros sentimientos sin miedo a una respuesta cortante, él los escondía. Difícilmente lo veías sonreír y tenía una forma de intimidar a la gente excepcional.
    Pero hoy no parecía el Leon con el que me había criado. Mostraba una ansiedad que nunca le había visto y el pulso le temblaba.
    Me aclaré la garganta y con suavidad, volví a preguntar;
  – ¿Ha sucedido algo?
    Mi hermano tiró una carpeta marrón encima de la mesa, los papeles se salieron de su interior formando una baraja de cartas abierta en abanico. Lo miré por encima de las pestañas no muy contento con su acto.
  – ¿Qué es esto?
    Señalé los papeles con el dedo. La llevaba clara si se pensaba que me pondría a recogerlos.
  –Es una denuncia.
    Mierda, y luego decían que Dana era la cabra loca de la familia.
  – ¿Otra vez has conducido borracho?
    Leon me dedicó una mirada furiosa que me dejó helado.
  –Lee –ordenó.
    Sin rechistar recogí la carpeta y arreglé el destrozo de papeles, después la abrí pero antes de que pudiera leer nada en su interior, mi hermano me estaba lanzando un bombazo.
  –Amapola quiere el divorcio.
     Incrédulo, abrí los ojos.
  – ¿Cuándo…?
  –Me ha llegado está mañana…Dios –se pasó las manos por la cara con desesperación, después dejó caer los brazos y apretó los puños–, se está burlando de mí. Solo me quiere dar una lección.
    Pasé varias páginas, leyendo por encima y sintiendo un pequeño escalofrío por el cuerpo.
  –Mmm, no creo –alcé la vista y lo miré, no me gustaba dar las malas noticias, de eso se encargaba mi padre, pero no estaría mal abrirles los ojos un poco–, a mí me parece que esto es muy legal…
  – ¡Y es legal! Joder. Lo consulté con un abogado… –después comenzó a divagar–; Nunca pensé que me haría esto. Admiraba a Ama por lo valiente que era, por la forma madura que tenía a la hora de resolver problemas. Porque nunca dejaba las cosas a medias… Que equivocado estaba. Es una falsa… ¡Joder! ¿En que está pensando? No, no, no puede hacerme esto, ahora no...
    Miré de nuevo los papeles y la orden estaba tramitada en el país, con lo cual mi cuñada no tenía que estar muy lejos.
  – ¿Sabes dónde está? –pregunté.
  –Sí, pero no quiere hablar conmigo.
  – ¿Has pensado en ir a buscarla ahora que sabes donde se esconde?
  –Si voy y me ve, saldrá huyendo.
    Dejé los papeles de nuevo en la mesa, más ordenados que él, y me dejé caer en el sillón.
  –Un dilema…
  –Un enorme dilema –repitió hundiéndose de hombros.
    Se apoyó contra la pared y miró fijamente el techo.
  – ¿Y qué vas hacer?
  –Necesito que alguien venga conmigo. –Me miró de tal forma que más qué; <<necesito que alguien venga conmigo>>, creí escuchar un; <<necesito que vengas conmigo>>–. Alguien en quien ella confíe, alguien que me dé la oportunidad de atrapar a mi mujer y hablar con ella.
  –Si vas con el pensamiento de arrinconar a Ama y pedirle explicaciones…
  –Se cómo actuar y cómo tratar a mi mujer –interrumpió con brusquedad.
    Oh, sí, por supuesto, la has tratado tan bien que después de unos meses; desaparecida, evitándote y pasando de ti te ha enviado una denuncia de divorcio…
    Pensé, pero tal y como estaba el asunto decidí guardarme esos pensamientos para mí. Mi hermano estaba al límite, una provocación más y posiblemente me estamparía contra el cuadro a mi espalda.
  – ¿Y en quien has pensado para esta aventura? –decidí preguntar.
    Otra vez esa mirada de súplica.
    Mierda.
  –Yo no puedo –añadí inmediatamente–, estoy metido de lleno en resolver todos los problemas con Estela, a parte, mi hija nacerá en breve. ¿Por qué no se lo pides a Dana? Es su mejor amiga, ella sabrá cómo actuar…
  –Dana, ni puede ni quiere, dice que me lo tengo merecido. –Y estaba de acuerdo con mi hermana. Impresionante, por primera vez mis ideas eran las mismas que Dana–. Aparte, está en plena reconciliación con Dante, se han ido unos días a Italia, papá se ha quedado con Irene y Diego.
    Solté una carcajada.
    Lo que le faltaba a Víctor. Primero la tutela de Kiara, una cabra loca de dieciocho años que le habían enviado sin opción a devolución, para ver si podía obrar el mismo milagro que hizo con Dana; domesticarla. Segundo; el retraso de su edificio nuevo, por lo visto, Will había decidido viajar a Londres para vengarse cruelmente de su mujer. Y por último; los cachorros salvajes de Dante y Dana.
    Víctor Divoua estaba con el agua hasta el cuello.
  – ¿Y algún amigo de Ama? –pregunté, buscando la forma de quitarme a mí de la lista–. Me parece que ella y Dana salían mucho con un tal… –pensé, tratando de recordar el nombre, Dana lo había mencionado en varias ocasiones, es más, lo invitaron a la boda…
  –Roman Shaw –dijo mi hermano, a quien, de pronto se le iluminó la cara–. Sí, lo recuerdo, vino a mi boda con una pelirroja idéntica a Amapola.
   –Cierto.
    Reí y recordé como en más de una ocasión muchos de los invitados la habían mirado de reojo por el parecido, hasta Leon, en un imprevisto y loco arrebato llevado por el alcohol había tomado en brazos a la doble pensando que se trataba de su mujer, rápidamente, nada más se dio cuenta que se equivocaba de mujer, la soltó. Fue tronchante, pero la mirada que le dedicó Amapola fue la primera indicación de que mi hermano se había quedado sin noche de bodas.
  –Amapola siempre me ha hablado muy bien de él –comentó Leon–, era su vecino, su mejor amigo, pero se fue a trabajar de…no sé qué, fuera del país. –Leon se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta hablando solo–. Me parece que tiene su número en la agenda de casa…Dios, sí, ¿Por qué no se me había ocurrido? Es genial…
    Y así, sin más, Leon desapareció por la puerta.
    Increíble.
    Con rapidez cogí mis cosas, el ramo que había dejado en un lado de la mesa y la chaqueta que estaba colgada en el perchero.
    La pequeña casita de los abuelos de Estela, una herencia con deudas que había pasado a cargo de Luther se encontraba a las afueras, en un barrio de lo más familiar. Me encantó desde el primer día que la vi, no se trataba de una mansión, pero significativamente tenía más riquezas en decoraciones que otras casa de zonas lujosas.
    Para cuando me dispuse a entrar por la puerta me di cuenta de que estaba abierta. Entré y me topé con un gran silencio.
    ¿No había nadie?
    Imposible, Estela no estaba en condiciones como para salir a la calle, pero que Luther no estuviera a la vista, como un perro guardián gruñendo a todo aquel que se atrevía a pasar por delante, me resultó extraño.
  – ¿Hola? ¿Luther? ¿Estela?
    Me dirigí al patio trasero, uno de los lugares preferidos de Estela en guardar reposo. Las luces estaban dadas y en el suelo se dibujaba la mancha reciente de un vaso de leche derramada, la taza, justo debajo de la mecedora se encontraba rota por la mitad.
    Salí y retrocedí en mis pasos encontrándome de nuevo dentro del hogar. La cocina, un espacio tan reducido que tan solo permitía la entrada de dos personas, a la vista se veía normal, como siempre; algún plato, vaso y cubiertos que fregar, pero ni un desastre más.
    Lo único raro fue encontrarme el teléfono antiguo que tenían colgado en la pared, justo al lado de la nevera, descolgado y balanceándose de un lado a otro en el aire. Lo cogí, el tintineo de final de llamada resonó en mis tímpanos poniéndome la piel de gallina. Lo dejé en su sitio y con pies de plomo continué la búsqueda.
  – ¿Estela? –pregunté otra vez, revisando todas las puertas del pasillo…
  – ¡Andreas!
    Sentí un alivio instantáneo que duró un segundo.
    Estela solo utilizaba ese tono de voz cuando se encontraba en graves apuros, sin embargo, el hecho de que pronunciara mi nombre con tanta fuerza me llenó de energía. Sentí que hacía décadas que no escuchaba sus suplicas, sus cantos en mis oídos y sus susurros después de hacer el amor.
    Con el corazón latiendo fuertemente contra mi pecho me dirigí al cuarto de donde había salido su voz.
    Se encontraba medio tumbada en la cama con unos pequeños shorts y una minúscula camiseta que mostraba cada curva con generosidad. Los ojos le brillaban y no pude evitar observar la ligera palidez en sus mejillas, el ligero temblor de sus sensuales y carnosos labios, y el movimiento convulso en su garganta mientras respiraba agitadamente. Luego, sin darme cuenta desvié los ojos a esos turgentes y más grandes, pechos.
    Sentí la excitación inmediata, el deseo desenfrenado de acariciar todo su cuerpo, y me dije que hoy sería el último día que permanecería alejado de ella…
  – ¿Te has empalmado? –preguntó de sopetón.
    Todo se quedó encajado, hasta yo me quedé paralizado. Tragué saliva y conté mentalmente hasta el tres.
    Sí, la tenía completamente dura, pero en vez de contestar y satisfacer a la mujer en darle munición para atacar y demostrarme lo muy enfermo que estaba, me encogí de hombros sintiendo el rubor de mis mejillas y no dije nada.
    Intenté tapar mi estado pero con ella delante era imposible, y siempre había sido así. La ratita manejaba cada una de mis emociones. Estela, por primera vez conseguía lo que nadie había conseguido en mi vida, perturbarme de tal forma que no podía controlarme.
    Ella bufó y emitió un sonido apagado lleno de quejas de dolor. Fruncí el ceño y de pronto, nada más ver como ese cuerpo se incurvaba un poco, subiendo el tono de su lamentación me acerqué a la cama y apoyé una mano en su frente. Estela se tranquilizó pero solo el tiempo suficiente para retirarme la mano de la cara de un manotazo.
  –No estoy de humor –dijo.
  –No pretendía…
  –No, por supuesto –ironizó–, pero quita eso de mi cara.
    Como “eso”, mi pene, iba pegado a mi cuerpo, difícilmente podía retirarlo de su cercanía, ya que si yo me acercaba “eso” también lo hacía.
  – ¿Quieres que me la corte? – pregunté con sarcasmo. Frunció el ceño y lo meditó… ¿Qué?–. ¿De verdad lo estás pensando?
    Sus ojos me acribillaron.
    Abrí la boca para tapar su comentario peor fue ella y otra de sus quejas que la que interrumpió la conversación entera.
  – ¿Qué te pasa? –pregunté.
    Intentó acomodarse mejor con el impulso de sus codos.
  –Me parece que estoy de parto...
  – ¿Queeé? ¿Ya?
  –Sí, ya. ¿Algún problema?
    Tragué saliva. Las manos comenzaron a sudarme y mi voz detectó el nerviosismo que me subía por todo el cuerpo.
  – ¿Estás segura?
    Estela me miró como si fuera tonto.
  –Hace como cuatro horas que he roto aguas y siento las contracciones…son jodidamente dolorosas.
  – ¿No viene nadie? –pregunté perplejo.
  –E intentado llamar a Luther, Sienna, Gary…A alguien que me cogiera el teléfono, pero nadie me ha hecho ni caso.
  – ¿Y por qué estás en la cama?
  – ¿Por qué he decidido usar mi poder telepático para comunicarme con ellos? –dijo con amarga ironía, después, volvió de nuevo el dolor.
    –Está bien –me arrodillé en el suelo, mirando su cuerpo, titubeando sin saber muy bien cómo proceder–, ¿Qué quieres que haga?
  –Ayúdame a levantarme, a vestirme y llévame al hospital. Me parece que no voy aguantar mucho más.
    El pánico mezclado con la ansiedad, y un atroz desconcierto me dejó simultáneamente paralizado.
    Dios, voy a ser padre…
  – ¿Enserio? ¿Ya va a nacer? –pregunté.
  –Si quieres me meto un tampón y la dejo un rato más ahí dentroooo…
    Otro grito, más alto, más agudo, e incluso pensé que también me dolía a mí, pero la única zona afectada de mi cuerpo era la mano que ella me había cogido en un despiste. Y ahora me daba cuenta de que la sangre no me circulaba.
    Agité mi muñeca nada más me soltó y presioné los dedos varias veces, luego me puse en marcha, acatando cada orden que la mujer, sentada en la cama me daba entre gritos de dolor y susurros.
  –La bolsa –señaló cogiéndose e mi cuello para levantarse de la cama.
  – ¿Qué bolsa?
  –La del hospital. Está preparada en el armario de Luther. Cógela.
    Mientras que dejaba que Estela diera pequeños pasitos hasta el comedor, corrí a la habitación de su hermano y rebusqué en el armario…
  – ¿De qué color es?
  –Rosa… ¡Venga, no es tan complicado! –gritó.
  –Claro –murmuré en silencio–, como cojo bolsas de bebés todos los días me las conozco de memoria –me dije a mí mismo mientras levantaba camisetas y pantalones doblados.
    Entonces vi algo rosa que destacaba en un armario de colores oscuros y unas fotos de lo más inoportunas…
    Había que ser un demente para guardar la bolsa junto con unas revistas viejas de la play-boy.
    Sacudí la cabeza y tiré al suelo esas revistas. La bolsa, de conejitos era más grande de lo que me esperaba, me pregunté que contenía en su interior pero, Estela y otro de sus gritos interrumpieron mis dudas.
    Me reuní con ella en el salón, se apoyaba en la mesa central mientras controlaba sus respiraciones. Al escucharme, alzó la cabeza y sus ojos se clavaron en los mío. Antes de que me diera cuenta su mano se apoderó de la mía y me siguió hasta la salida.
    La puerta se abrió con una facilidad sorprendente, casi podía decir que se abrió sola, como si un aire empujara desde fuera. Le eché un último vistazo a Estela e intenté salir pero me quedé paralizado ante lo que vi.
    Un segundo te puede dar para mucho, o simplemente fue que el tiempo se detuvo, porque sentí cada emoción pasar por mi cuerpo con lentitud; sorpresa, duda, incredulidad y finalmente rabia, mucha y una loca rabia.
    Él, la persona que bloqueaba la puerta con todo su cuerpo pasó a tener los mismos síntomas que yo.
    Tampoco me esperaba.
  –No…
    Cuando terminó el susurro en los labios de Estela, un simple segundo más para racionalizar el tiempo, lo que podía ocurrir, pero mi cerebro no funcionó con la rapidez necesaria, y por eso, nada más despegué los párpados para abrir mis ojos, Cody me atacó.
    El primer golpe, frontal y consiguió derrumbarme. Un puño que se batió como una maza sobre mi mandíbula, consiguió tirarme al suelo. Se me cortó la respiración al caer de lado, simultáneamente tanto el golpe en mi mandíbula como el del contra el suelo me dejaron unos segundos, muy cortos, en blanco. Sin embargo, había algo dentro de mí que me espabiló, y tal cual ave fénix, me incorporé.
    Cody no atendía a nada, pasó por mi lado como si me acabara de dejar literalmente inconsciente, no había nada que llamara su atención salvo ella. Solo tenía ojos para Estela.
  –Tengo que reconocer que esto no me lo esperaba. No contaba con que él nos interrumpiera –comentó con una impresionante templanza–. Pensaba que no lo perdonarías jamás. Sinceramente no contaba con ello, después de engañar a tu hermano y tus amigos no caí en el detalle de que él se presentaría y fastidiaría mis planes –continuó caminando, tranquilo como si tuviera todo el tiempo del mundo–, pero ha sido muy fácil, es muy blando.
    Estela, a su vez retrocedió, caminó sin voz y con los ojos desorbitados llenos de terror. Se abrazó el estómago y ese gesto provocó un acto descontrolado de mi parte. Todo a mí alrededor rugió frenético. Conseguí levantarme ágilmente con mis manos y atrapé el pie de Cody, alteró su caminar pausado y firme pero no lo tumbó, tampoco se trataba de mi intención, tan solo imponía una distancia entre Estela y él.
  – ¡Corre! –le grité a Estela, al tiempo que tiraba, con la fuerza necesaria como para partir por la mitad alguno de sus huesos.  
    No conseguí una mierda, más que fastidiarla más. Cody se recuperó pasando su peso de una pierna a otra, luego como un animal, me pegó una patada que esquivó mi cara pero no mi hombro lo que me obligó a soltarlo y retorcerme de nuevo, después, para mi maldita desgracia se fue a por Estela…
    Estallé, no ha tiempo porque en el instante que conseguí atraparlo de la chaqueta, él también la atrapó a ella del pelo, y utilizándola de apoyo, la tiró contra la mesa de cristal…
    ¡NO!
    Rugí mentalmente a la vez que todo adquiría una lenta y horrible escena:
    Ella cayendo con los brazos agitados, la boca abierta soltando un grito sordo, el cristal quebrándose y abriéndose por millones de ranuras, luego la explosión de cristal y miles de trozos saltando por el aire, repartiéndose por toda la estancia…
    Mis ojos se inyectaron en rojo, por mi venas corría adrenalina y ya no me importaba una mierda mancharme las mano de sangre.
    Esta era mi venganza. 
    Apreté mi puño, la lentitud se conservaba en mi vista pero no en mis movimientos, todavía mi mano seguía pegada a su chaqueta. Tiré y empujé, dos movimientos coordinados, perfectamente organizados. Cody trastabilló y en un amarré de fuerzas equilibré mis pies, luego, tan alterado como si en vez de sangre me corriera veneno por las venas, lo estampé contra una pared y comencé a pegarle un golpe tras otro, y otro, y otro. Así hasta que sentí que los nudillos me ardían.
    Me detuve el suficiente tiempo como para coger una bocanada de aire. Cody, mal tirado en el suelo escupió a un lado, después me miró con los ojos hinchados, uno casi no lo podía abrir por la burbuja de sangre que le salía del lagrimal, pero consiguió que en sus labios se dibujara una sonrisa.
  – ¿Eso es todo? –balbuceó–. Ella golpea mejor…
    Le di un puñetazo en la mandíbula, tan igual al que había recibido. Resbaló por la pared hasta terminar en el suelo. No había terminado así que lo levanté cogiéndolo por las solapas de la camisa y coloqué mi cara lo más cerca de la suya posible
  –Cometiste un primer error; tocarla. Y ahora cometes la segunda estupidez; volver –dije y me sorprendí lo muy tranquila que sonaba mi voz–. Y no es lo mejor que puedo hacer, no vales tanto como para demostrarte lo mejor.
    Soltó otra carcajada, otro sonido molesto. Le propiné un golpe más, el último que lo dejo brevemente KO.
    Lo solté como si fuera basura. Su cuerpo se unió al suelo, deseé darle de patadas hasta que se le salieran las tripas por la boca, pero el leve quejido a mi espalda interrumpió las imágenes de mí; mis manos y mis pies, y el destrozado cuerpo de esa miserable rata.
    Me volví y fui a por Estela. Estaba peor que nunca.
  – ¿Estás bien?
    Negó con la cabeza.
  –Me duele más…no me puedo mover. Me duele respirar.
    Percibí la angustia en su voz y fue de lo más contagiosa. No quería tocarla, no podía menear su cuerpo porque pondría en peligro ambas vidas, sin embargo mis manos temblaban por cogerla y estrechar su cuerpo contra el mío.
  –No te muevas.
    Con el pulso a cien arrastré mi manos hasta la suya, tan solo apoyé mis dedos en su palma, y retiré su cabello con mucha delicadeza.
  –Andreas –Estela apretó mis dedos–. No me dejes–suplicó.
    Recordé el mismo día que la llevé al hospital, casi en el mismo estado.
  –No, nunca. Está vez nadie, ni tú me alejarás…
  –No lo voy hacer –añadió sin voz–. Te seguiré…
    Se interrumpió por una queja, por un dolor que la movió y ese movimiento le causó más dolor. En un acto por tranquilizarla llevé mis manos a su cara y sus pálidas mejillas se mancharon de sangre.
    No, otra vez no…
    Temí comprobar de donde salía la sangre pero me animé diciéndome que si se trataba de un corte debía taponar la herida, cortar la circulación de la sangre. Comencé a comprobar los daños y a simple vista no había heridas, pequeños cortes por las manos, los pies…Sus piernas…
  –Otra vez, otra vez…
  – ¿Qué pasa?
     Negué y me acerqué un poco más a ella.
  –Estela –susurré–, intenta calmarte y respirar con normalidad.
    Con ansiedad saqué mi teléfono y marqué el único número de la única persona que sabía vendría enseguida; Darío. Me coloqué el móvil en la oreja sin perder de vista a Estela. En ese momento su mirada se desvió a un punto en mi espalda y sus ojos somnolientos se abrieron desmesuradamente.
    Demasiada información, pensé tardíamente.
    Antes de que pudiera soltar un grito de advertencia sentí un dolor intenso en un costado, me quemó y noté como la carne se me desgarraba. No salió un grito de mis labios, no salió nada, el dolor me enmudeció pero conseguí volverme y ver como la silueta de Cody se volvía a abalanzar sobre mí.
    Ambos caímos al suelo, yo encima de un manto de cristal, él encima de mí. Sus manos, más rápidas que las mías pero más lentas que un ser humano se deslizaron por mi garganta y comenzaron a presionar. 
    En un segundo tenía mi cuello en su poder. 
    Utilizando mis pocas fuerzas, una de mis manos se fue directamente a su muñeca, una lucha inútil, la herida me palpitaba con fuerza, se marcaba al ritmo de los latidos de mi corazón, sin embargo, no podía dejar que él ganara, no teniendo a Estela tan débil.
    Estiré mi mano, a tientas, buscando un arma lo suficientemente grande como para atravesar su cuerpo. Noté el cristal entre mis dedos y mi cabeza me gritó; este sí. Lo apreté en mi mano y levanté el brazo sin vacilar, sin miedo y, sin pensar clavé la punta en su cabeza, en la sien, al lado de su ojo.
    Cody gritó, me soltó para incorporarse e intentar tocarse la herida, no llegó, comenzó a convulsionarse. Luego se quedó parado y los brazos le cayeron inertes a los costados. Miré, conté y me mantuve quieto, comprobando en qué estado estaba.
    Joder.
    Tenía que estar muerto, le acababa de clavar un trozo de cristal tan grande como mi brazo, una cuarta parte le atravesaba la cabeza, parecía uno de las macabras imágenes de asesinos en serie de película.
    No obstante, continué dudando, hasta que me moví un poco y ese cuerpo cayó a un lado, completamente muerto.
    Traté de volverme pero hasta ese movimiento me regalaba un terrible dolor en el costado. Gruñí y me miré la zona afectada, un cristal casi tan grande como el que Cody aún tenía clavado en su cerebro, me atravesaba la zona de las costillas.
    Mierda. La cosa no pintaba bien.
    Coloqué mis dedos encima para intentar quitármelo, imposible, el dolor no solo aumentó, sino que encima me mareó.
    Me dejé caer hacia atrás y miré el techo con desesperación.
  –Andreas…
    Me giré y me crucé con el intenso mar, jamás sus ojos me habían parecido tan hermosos como en ese momento, pero, su rostro señalaba arrugas de cansancio, tristeza y principalmente; preocupación.
  –Estoy bien –dije y le mostré una sonrisa, no lo suficientemente convincente porque ese rostro preocupado no se borró–. Todo saldrá bien.
    Ella negó con la cabeza.
  –Ya nada va a salir bien…y lo siento…
  –No tienes que pedir perdón por nada, yo cometí el error y me lo merecía.
    Alargué el otro brazo buscando el maldito móvil por el suelo. Con cada movimiento la herida me dolía más, y más. No di que con más trozos de cristal que al tocarlos me cortaban.
    Bufé lleno de frustración.
  –Te quiero, quiero que lo sepas…
  –Estela.
    Se mordió los labios tras aguantar un renovado dolor, cerró los ojos y de nuevo continuó:
  Sshuu. Siempre te he querido y ya te perdoné –tosió y me pareció ver sangre en sus labios, no estaba del todo seguro mis parpados se cerraban–. Te mentí, ella también te quiere.
  –Lo sé.
  –Ámala tanto como me amas a mí, y ponle un nombre bonito, no el mío. Busca otro original o que signifique fuerza, pero que tenga algo de mí…
  –No gastes energías, cariño. Ya habrá tiempo de hablar del nombre…
  –Dame tu palabra –interrumpió–. Prométeme que ella será lo que más quieras en esta vida. Prométeme que ella será lo primero y nada os alejará.
  –Estela…
  –Prométemelo.
    No le di muchas vueltas a sus palabras pero si era lo que necesitaba para estar tranquila, no me importaba prometer nada porque en realidad era lo que iba a suceder.
  –Te doy mi palabra.
    Ella sonrió.
  –Te quiero –dijo.
  –Y yo.
  –Yo más…
    Su voz murió a causa de los fuertes dolores, cogí su mano y la estreché con fuerza. Quise cerrar los ojos pero temí dormirme y perderme.
    Aguanta un poco más, me dije. Solo el tiempo necesario para ayudar a Estela y conocer a la ratoncita.
    Un poco más…
    Un poco más…
    Un poco…
    Entonces se produjo un milagro.
    Una sombra se posó delante de mi cara, noté unas manos presionar mis hombros y escuché su voz.
  – ¿Andreas?
     Era Darío.
    Comenzó a mirarme y atrapé su mano antes de que continuara.
  –Estela, Estela primero –dije.
  –Ya están con ella –dijo sin mirarme.
    Me giré, y cierto, varias personas; dos hombres y una mujer vestidos de azul marino con el signo de un centro hospitalario cosido al lateral de sus uniformes, la rodeaban, otro se colocó a mi lado.
  –No, no la menéis –ordenó uno de ellos, un hombre más mayor–, trae una sábana limpia, y un par de cojines. Tú trae toallas, agua y mi material.
  – ¿Va a proceder aquí? –preguntó la joven.
    El hombre ni se molestó en mirarla para contestar.
  –No es la primera vez que una madre da a luz en su casa. Venga, menearos, rápido.
    Todos se pusieron en movimiento. Unos la cogieron y en el momento que se estiró la sábana en el suelo dejaron a Estela encima, con sumo cuidado, después la obligaron apoyar la cabeza en los cojines.
    Cuando me cogieron a mí para quitarme de encima de los cristales, me agarré al brazo de mi amigo y lo miré con intensidad a los ojos.
  –No me alejéis de ella –amenacé.
  –Estás muy mal…
  –Me da igual, puedo aguantar.
    Dudó y le echó un vistazo a mi herida. Iba a negarse, lo sabía, pero antes de suplicar más, el chico que me atendía se me adelantó.
  –No importa, puedo curar su herida donde sea…
  – ¡Andreas!
    Y Estela y su súper grito fue lo que animaron a esos dos a dejarme al lado de ella, tumbado pero en el suelo, al menos ya no había más cristales.
    Deslicé mi mano por la moqueta hasta encontrar la suya, ella continuó gritando, respirando, pero en el momento que nuestros dedos se tocaron, Estela me cogió de la mano con fuerza y me miró durante unos segundos, después el medico que la atendía captó su atención y ella obedeció.
    Sufrí igual, me retorcí del mismo modo y sentí admiración por esa mujer que luchaba, bajo todos los fuertes dolores por traer una vida al mundo, mi vida.
    Perdía fuerzas, lo sé, mis ojos se cerraban y a veces no conseguía ver con claridad lo que me rodeaba, pero luche con ella por mantenerme despierto, por ver cada detalle que se evolucionaba.
    Solo un poco más y después descansaría. Ellas ya estarían a salvo.
     Entonces, tras un tiempo que consideré eterno escuché el leve quejido de una animalillo, un bebé. Miré desorbitado la criatura que el médico tomaba en brazos mientras la joven limpiaba a mi hija con una de las toallas limpias.
    Sonreí.
    Como un sol,
 esa fue mi expresión y esa fue mi sensación al verla por primera vez. Mi sol.
    Con la misma sonrisa me volví hacia la creadora, la luchadora que había conseguido esa vida para mí.
    Tenía los ojos cerrados y una sonrisa en los labios.                                                         
  –Estela, lo has logrado –susurré.
    No reaccionó, no parpadeó y su mano ya no ejecutaba la misma fuerza, es más, no había fuerza en ella.
  – ¿Estela? –insistí mientras tocaba su mejilla, la sentí fría y húmeda.
  –Doctor… –murmuró la joven con un leve tono alarmado.
    Algo iba mal. Algo no era lo correcto. Algo no sucedía como debería.
  – ¿Está dormida? –pregunté, pero seguía sin ver síntomas.
    El caos comenzó a rodearme, los enfermeros se movieron, la acomodaron mejor retirándole los cojines de la cabeza y me quitaron su mano de mi cercanía.
  – ¿Qué pasa? –pregunté.
  –Síguele hablando –pidió el joven que me curaba a mí, quien había dejado sus labores y tenía la vista fija en ella, como Darío, a quien el pulso le temblaba.
    ¿Qué sucedía?
    No estaba fuertemente sedada, no dormía. Ocurría algo terrible, el corazón me lo decía pero me negaba creer tal cosa.
    ¿Ya está? ¿Todo termina así?
  –Ha perdido mucha sangre.
    El de mayor edad y pelo canoso, el hombre que había ayudado a mi pequeña a respirar asintió, tenía los pantalones completamente manchados de sangre, prueba de toda la sangre que había perdido Estela. Su rostro me advirtió de lo grave de la situación.
  –No respira.
    El doctor, asintió y sacó más utensilios de una enorme maleta que tenía al lado, luego colocó unos cables alrededor de ella y activó una máquina.
  –No tiene pulso –dijo.
    Las tripas se me descompusieron al oírle decir eso.
  –Estela –la llamé, centrando mi atención en ella–, por favor, respira…respira.
  –Saca los desfibriladores.
    Vi movimientos, manos tocar su cuerpo, sonidos de aparatos y más comentarios.
  –Vamos, venga, ratita, respira.
  Un, dos, tres, descarga…
  –No me puedes dejar. Todavía no puedes dejarnos. No la conoces a ella.
  Un, dos, tres, descarga…
    Noté húmeda mi cara y me dio igual estar llorando delante de toda esa gente. El miedo me consumía. La ansiedad podía conmigo.
    ¿La había perdido?
  –Lo siento, cambiaré, seré lo que quieres que sea. Haré que cada día seas la mujer más feliz del mundo, pero no me dejes –me atraganté con mi propia voz, sentí una bola en mi garganta, una bola de fuego ahogándome, quemándome el pecho–. No quiero vivir sin ti…
  Descarga…
  –…No puedo vivir sin ti…
  Continúa igual…
  – ¡Descarga! –decía el doctor
  – ¡Estela!
  Doctor. Doctor… Es demasiado tarde –dijo la joven, con dolor.
    ¡No!
    Recuerdos, mi cabeza se llenó de ellos como soplos de aire fresco entrando por una ventana abierta que había dejado en mi cerebro.
    Ella en la cama. Ella encima de mí. Ella con ese disfraz de ratita. Ella en la cocina de mi casa preparando galletas de chocolate. Ella en el jacuzzi, provocando. Ella correteando por los pasillos de mi oficina. Ella en Paris. Ella en la mecedora. Y ella tras las puertas de un ascensor que se abre y me la muestra.
    Nuestro primer encuentro. No podía perder eso.
  –Lucha, lucha como lo has hecho con ella…
  Insulina…
  –Doctor…
  – ¡Dámela!–gritó.
    Los médicos trataban de ayudar al doctor, la desolación se palpaba en un ambiente que se había llenado de dolor.
  –Lucha por vivir, por favor –susurré notando como me pesaban las lágrimas, como el peor dolor jamás vivido se apoderaba de mi corazón, de mi mente, como su imagen en mi cabeza se perdía en el horizonte de mis pensamientos–. Sígueme…
    Un último esfuerzo, directamente en su corazón, un golpe que la revolvió pero no la reanimó.
    Mi última esperanza se había escapado con esa inyección.
  –Hora de la muerte…
    Sí, la había perdido y para siempre.
    Todo pareció detenerse en un impasse de tiempo ausente. El sonido murió y mis esfuerzos con él. Tomé la mano de Estela entre la mía, me la llevé a los labios, la besé sin dejar de mirar su sonrisa y me empapé de su imagen.
  –Te quiero.
    Y así era y así sería. Para siempre.
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