Capítulo
50
ANDREAS
Me pasé las manos por la cara, bufé y por
poco me estampó contra el cristal de mi mesa. Hacía diez minutos que Leon se
paseaba por mi despacho, de un lado a otro, como un gato encerrado, hablando en
voz baja, maldiciendo y diciéndose a sí mismo; ¿Por qué? ¿Por qué?
No me molestaría mucho si se dignara a decirme
que le pasaba. Su intromisión en mi despecho había resultado toda una sorpresa
nada agradable y más cuando, ni siquiera se había dignado a saludarme,
simplemente entró, se sentó en el sofá de piel negro que tenía en una esquina y
después, posiblemente cuando se calentó el sitio, se levantó y comenzó el
bailecito.
En otros momentos puede que ver desquiciado
y tan alterado al serio y organizado de Leon me entretuviera e incluso me
divirtiera, pero hoy, el día que por fin me encontraba con Estela, después de
un largo tiempo sin verla, no entraba en mis deseos.
No. Hoy no porque hoy tendría los resultado
del dubitativo respiro que le estaba dando a la ratita peleona.
Y peleona por muchas razones.
Sí, la mujer de mi vida se estaba
convirtiendo en la pesadilla de mi existencia.
No sé si las cosas las empeoraba, o
simplemente mejoraban. Tenía la triste idea, pero asequible, de que hacía lo
correcto.
En mi última visita a Estela, hacía ya dos
semanas, Luther, sin ir más lejos, me había propuesto lo que podía llamarse de
locura transitoria, ya que, así me encontraba, haciéndole caso a un alcornoque,
al que se le había ocurrido la terrible idea de dejar espacio a Estela para que
meditara si valía la pena dejar perder a un partido como yo -un niño rico que
por suerte era medianamente inteligente y usaba la ropa correctamente… No
obstante, eso se trataba solo de la educada forma de decirlo. Luther había
usado una menos formal, pero similar y menos educada… vamos, una unión de
palabras para definirme-, o tener la suerte de que me diera una segunda
oportunidad.
No lo piensas.
No la llames directamente a ella, yo te
diré como va.
Y sobre todo, aguanta un poco y no la
cagues.
La última de sus advertencias o sus
sugerencias no sabía cómo interpretarla muy bien.
¿Aguantar? ¿A qué? ¿Y qué no la cague? ¿Con
qué?
Sinceramente, no era tonto, pero me costó
pillar esa amenaza.
Ignoré mi escasa forma de coger las
indirectas y me centré en el problema que tenía delante, otra opción era
ignorarlo también pero seguramente mi hermano no me dejaría salir del despacho.
Y hace tiempo acepté que la magia y la suerte era algo de lo que no guardaba
mucho en mis últimas reservas, con lo cual, Leon no desaparecería tras un; Ta-chan.
Me apoyé en el respaldo de la silla,
poniéndome todo lo cómodo posible e improvisé una cara razonable.
–Deja de farfullar y dime que te pasa.
Ese cuerpo se detuvo en seco. Lentamente se
volvió y la crispación le llegaba hasta el pelo.
En otros casos preferiría tratar con Dana
que con Leon. El mayor de los Divoua era una autentica fotocopia de mi padre.
Mientras que nosotros mostrábamos nuestros sentimientos sin miedo a una
respuesta cortante, él los escondía. Difícilmente lo veías sonreír y tenía una
forma de intimidar a la gente excepcional.
Pero hoy no parecía el Leon con el que me
había criado. Mostraba una ansiedad que nunca le había visto y el pulso le
temblaba.
Me aclaré la garganta y con suavidad, volví
a preguntar;
– ¿Ha sucedido algo?
Mi hermano tiró una carpeta marrón encima
de la mesa, los papeles se salieron de su interior formando una baraja de
cartas abierta en abanico. Lo miré por encima de las pestañas no muy contento
con su acto.
– ¿Qué es esto?
Señalé los papeles con el dedo. La llevaba
clara si se pensaba que me pondría a recogerlos.
–Es una denuncia.
Mierda, y luego decían que Dana era la
cabra loca de la familia.
– ¿Otra vez has conducido borracho?
Leon me dedicó una mirada furiosa que me
dejó helado.
–Lee
–ordenó.
Sin rechistar recogí la carpeta y arreglé
el destrozo de papeles, después la abrí pero antes de que pudiera leer nada en
su interior, mi hermano me estaba lanzando un bombazo.
–Amapola quiere el divorcio.
Incrédulo, abrí los ojos.
– ¿Cuándo…?
–Me ha llegado está mañana…Dios –se pasó las
manos por la cara con desesperación, después dejó caer los brazos y apretó los
puños–, se está burlando de mí. Solo me quiere dar una lección.
Pasé varias páginas, leyendo por encima y
sintiendo un pequeño escalofrío por el cuerpo.
–Mmm, no creo –alcé la vista y lo miré, no me
gustaba dar las malas noticias, de eso se encargaba mi padre, pero no estaría
mal abrirles los ojos un poco–, a mí me parece que esto es muy legal…
– ¡Y es legal! Joder. Lo consulté con un
abogado… –después comenzó a divagar–; Nunca pensé que me haría esto. Admiraba a
Ama por lo valiente que era, por la forma madura que tenía a la hora de resolver
problemas. Porque nunca dejaba las cosas a medias… Que equivocado estaba. Es
una falsa… ¡Joder! ¿En que está pensando? No, no, no puede hacerme esto, ahora
no...
Miré de nuevo los papeles y la orden estaba
tramitada en el país, con lo cual mi cuñada no tenía que estar muy lejos.
– ¿Sabes dónde está? –pregunté.
–Sí, pero no quiere hablar conmigo.
– ¿Has pensado en ir a buscarla ahora que
sabes donde se esconde?
–Si voy y me ve, saldrá huyendo.
Dejé los papeles de nuevo en la mesa, más
ordenados que él, y me dejé caer en el sillón.
–Un dilema…
–Un enorme dilema –repitió hundiéndose de
hombros.
Se apoyó contra la pared y miró fijamente
el techo.
– ¿Y qué vas hacer?
–Necesito que alguien venga conmigo. –Me miró
de tal forma que más qué; <<necesito que alguien venga conmigo>>,
creí escuchar un; <<necesito que vengas conmigo>>–. Alguien en
quien ella confíe, alguien que me dé la oportunidad de atrapar a mi mujer y
hablar con ella.
–Si vas con el pensamiento de arrinconar a
Ama y pedirle explicaciones…
–Se cómo
actuar y cómo tratar a mi mujer –interrumpió con brusquedad.
Oh, sí, por supuesto, la has tratado tan
bien que después de unos meses; desaparecida, evitándote y pasando de ti te ha
enviado una denuncia de divorcio…
Pensé, pero tal y como estaba el asunto
decidí guardarme esos pensamientos para mí. Mi hermano estaba al límite, una
provocación más y posiblemente me estamparía contra el cuadro a mi espalda.
– ¿Y en quien has pensado para esta aventura?
–decidí preguntar.
Otra vez esa mirada de súplica.
Mierda.
–Yo no puedo –añadí inmediatamente–, estoy metido
de lleno en resolver todos los problemas con Estela, a parte, mi hija nacerá en
breve. ¿Por qué no se lo pides a Dana? Es su mejor amiga, ella sabrá cómo
actuar…
–Dana, ni puede ni quiere, dice que me lo
tengo merecido. –Y estaba de acuerdo con mi hermana. Impresionante, por primera
vez mis ideas eran las mismas que Dana–. Aparte, está en plena reconciliación
con Dante, se han ido unos días a Italia, papá se ha quedado con Irene y Diego.
Solté una carcajada.
Lo que le faltaba a Víctor. Primero la
tutela de Kiara, una cabra loca de dieciocho años que le habían enviado sin
opción a devolución, para ver si podía obrar el mismo milagro que hizo con
Dana; domesticarla. Segundo; el retraso de su edificio nuevo, por lo visto,
Will había decidido viajar a Londres para vengarse cruelmente de su mujer. Y
por último; los cachorros salvajes de Dante y Dana.
Víctor Divoua estaba con el agua hasta el
cuello.
– ¿Y algún amigo de Ama? –pregunté, buscando
la forma de quitarme a mí de la lista–. Me parece que ella y Dana salían mucho
con un tal… –pensé, tratando de recordar el nombre, Dana lo había mencionado en
varias ocasiones, es más, lo invitaron a la boda…
–Roman Shaw –dijo mi hermano, a quien, de
pronto se le iluminó la cara–. Sí, lo recuerdo, vino a mi boda con una
pelirroja idéntica a Amapola.
–Cierto.
Reí y recordé como en más de una ocasión
muchos de los invitados la habían mirado de reojo por el parecido, hasta Leon,
en un imprevisto y loco arrebato llevado por el alcohol había tomado en brazos
a la doble pensando que se trataba de su mujer, rápidamente, nada más se dio
cuenta que se equivocaba de mujer, la soltó. Fue tronchante, pero la mirada que
le dedicó Amapola fue la primera indicación de que mi hermano se había quedado
sin noche de bodas.
–Amapola siempre me ha hablado muy bien de él
–comentó Leon–, era su vecino, su mejor amigo, pero se fue a trabajar de…no sé
qué, fuera del país. –Leon se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta
hablando solo–. Me parece que tiene su número en la agenda de casa…Dios, sí,
¿Por qué no se me había ocurrido? Es genial…
Y así, sin más, Leon desapareció por la
puerta.
Increíble.
Con rapidez cogí mis cosas, el ramo que
había dejado en un lado de la mesa y la chaqueta que estaba colgada en el perchero.
La pequeña casita de los abuelos de Estela,
una herencia con deudas que había pasado a cargo de Luther se encontraba a las
afueras, en un barrio de lo más familiar. Me encantó desde el primer día que la
vi, no se trataba de una mansión, pero significativamente tenía más riquezas en
decoraciones que otras casa de zonas lujosas.
Para cuando me dispuse a entrar por la
puerta me di cuenta de que estaba abierta. Entré y me topé con un gran
silencio.
¿No había nadie?
Imposible, Estela no estaba en condiciones
como para salir a la calle, pero que Luther no estuviera a la vista, como un
perro guardián gruñendo a todo aquel que se atrevía a pasar por delante, me
resultó extraño.
– ¿Hola? ¿Luther? ¿Estela?
Me dirigí al patio trasero, uno de los
lugares preferidos de Estela en guardar reposo. Las luces estaban dadas y en el
suelo se dibujaba la mancha reciente de un vaso de leche derramada, la taza,
justo debajo de la mecedora se encontraba rota por la mitad.
Salí y retrocedí en mis pasos encontrándome
de nuevo dentro del hogar. La cocina, un espacio tan reducido que tan solo
permitía la entrada de dos personas, a la vista se veía normal, como siempre;
algún plato, vaso y cubiertos que fregar, pero ni un desastre más.
Lo único raro fue encontrarme el teléfono
antiguo que tenían colgado en la pared, justo al lado de la nevera, descolgado
y balanceándose de un lado a otro en el aire. Lo cogí, el tintineo de final de
llamada resonó en mis tímpanos poniéndome la piel de gallina. Lo dejé en su
sitio y con pies de plomo continué la búsqueda.
– ¿Estela? –pregunté otra vez, revisando todas
las puertas del pasillo…
– ¡Andreas!
Sentí un alivio instantáneo que duró un
segundo.
Estela solo utilizaba ese tono de voz
cuando se encontraba en graves apuros, sin embargo, el hecho de que pronunciara
mi nombre con tanta fuerza me llenó de energía. Sentí que hacía décadas que no
escuchaba sus suplicas, sus cantos en mis oídos y sus susurros después de hacer
el amor.
Con el corazón latiendo fuertemente contra
mi pecho me dirigí al cuarto de donde había salido su voz.
Se encontraba medio tumbada en la cama con
unos pequeños shorts y una minúscula camiseta que mostraba cada curva con
generosidad. Los ojos le brillaban y no pude evitar observar la ligera palidez
en sus mejillas, el ligero temblor de sus sensuales y carnosos labios, y el movimiento
convulso en su garganta mientras respiraba agitadamente. Luego, sin darme
cuenta desvié los ojos a esos turgentes y más grandes, pechos.
Sentí la excitación inmediata, el deseo
desenfrenado de acariciar todo su cuerpo, y me dije que hoy sería el último día
que permanecería alejado de ella…
– ¿Te has empalmado? –preguntó de sopetón.
Todo se quedó encajado, hasta yo me quedé
paralizado. Tragué saliva y conté mentalmente hasta el tres.
Sí,
la tenía completamente dura, pero en vez de contestar y satisfacer a la
mujer en darle munición para atacar y demostrarme lo muy enfermo que estaba, me
encogí de hombros sintiendo el rubor de mis mejillas y no dije nada.
Intenté tapar mi estado pero con ella delante
era imposible, y siempre había sido así. La ratita
manejaba cada una de mis emociones. Estela, por primera vez conseguía lo que
nadie había conseguido en mi vida, perturbarme de tal forma que no podía
controlarme.
Ella bufó y emitió un sonido apagado lleno
de quejas de dolor. Fruncí el ceño y de pronto, nada más ver como ese cuerpo se
incurvaba un poco, subiendo el tono de su lamentación me acerqué a la cama y
apoyé una mano en su frente. Estela se tranquilizó pero solo el tiempo
suficiente para retirarme la mano de la cara de un manotazo.
–No estoy de humor –dijo.
–No pretendía…
–No, por supuesto –ironizó–, pero quita eso
de mi cara.
Como “eso”, mi pene, iba pegado a mi cuerpo,
difícilmente podía retirarlo de su cercanía, ya que si yo me acercaba “eso” también
lo hacía.
– ¿Quieres que me la corte? – pregunté con
sarcasmo. Frunció el ceño y lo meditó… ¿Qué?–.
¿De verdad lo estás pensando?
Sus ojos me acribillaron.
Abrí la boca para tapar su comentario peor
fue ella y otra de sus quejas que la que interrumpió la conversación entera.
– ¿Qué te pasa? –pregunté.
Intentó acomodarse mejor con el impulso de
sus codos.
–Me parece que estoy de parto...
– ¿Queeé?
¿Ya?
–Sí, ya. ¿Algún problema?
Tragué saliva. Las manos comenzaron a
sudarme y mi voz detectó el nerviosismo que me subía por todo el cuerpo.
– ¿Estás segura?
Estela me miró como si fuera tonto.
–Hace
como cuatro horas que he roto aguas y siento las contracciones…son jodidamente
dolorosas.
– ¿No viene nadie? –pregunté perplejo.
–E intentado llamar a Luther, Sienna, Gary…A
alguien que me cogiera el teléfono, pero nadie me ha hecho ni caso.
– ¿Y por qué estás en la cama?
– ¿Por qué he decidido usar mi poder
telepático para comunicarme con ellos? –dijo con amarga ironía, después, volvió
de nuevo el dolor.
–Está bien –me arrodillé en el suelo,
mirando su cuerpo, titubeando sin saber muy bien cómo proceder–, ¿Qué quieres
que haga?
–Ayúdame a levantarme, a vestirme y llévame
al hospital. Me parece que no voy aguantar mucho más.
El pánico mezclado con la ansiedad, y un
atroz desconcierto me dejó simultáneamente paralizado.
Dios,
voy a ser padre…
– ¿Enserio? ¿Ya va a nacer? –pregunté.
–Si quieres me meto un tampón y la dejo un
rato más ahí dentroooo…
Otro grito, más alto, más agudo, e incluso
pensé que también me dolía a mí, pero la única zona afectada de mi cuerpo era
la mano que ella me había cogido en un despiste. Y ahora me daba cuenta de que
la sangre no me circulaba.
Agité mi muñeca nada más me soltó y
presioné los dedos varias veces, luego me puse en marcha, acatando cada orden
que la mujer, sentada en la cama me daba entre gritos de dolor y susurros.
–La bolsa –señaló cogiéndose e mi cuello para
levantarse de la cama.
– ¿Qué bolsa?
–La del
hospital. Está preparada en el armario de Luther. Cógela.
Mientras que dejaba que Estela diera
pequeños pasitos hasta el comedor, corrí a la habitación de su hermano y
rebusqué en el armario…
– ¿De qué color es?
–Rosa… ¡Venga, no es tan complicado! –gritó.
–Claro –murmuré en silencio–, como cojo
bolsas de bebés todos los días me las conozco de memoria –me dije a mí mismo
mientras levantaba camisetas y pantalones doblados.
Entonces vi algo rosa que destacaba en un
armario de colores oscuros y unas fotos de lo más inoportunas…
Había que ser un demente para guardar la
bolsa junto con unas revistas viejas de la play-boy.
Sacudí la cabeza y tiré al suelo esas
revistas. La bolsa, de conejitos era más grande de lo que me esperaba, me
pregunté que contenía en su interior pero, Estela y otro de sus gritos
interrumpieron mis dudas.
Me
reuní con ella en el salón, se apoyaba en la mesa central mientras controlaba
sus respiraciones. Al escucharme, alzó la cabeza y sus ojos se clavaron en los
mío. Antes de que me diera cuenta su mano se apoderó de la mía y me siguió
hasta la salida.
La puerta se abrió con una facilidad
sorprendente, casi podía decir que se abrió sola, como si un aire empujara
desde fuera. Le eché un último vistazo a Estela e intenté salir pero me quedé
paralizado ante lo que vi.
Un segundo te puede dar para mucho, o
simplemente fue que el tiempo se detuvo, porque sentí cada emoción pasar por mi
cuerpo con lentitud; sorpresa, duda, incredulidad y finalmente rabia, mucha y
una loca rabia.
Él, la persona que bloqueaba la puerta con
todo su cuerpo pasó a tener los mismos síntomas que yo.
Tampoco me esperaba.
–No…
Cuando terminó el susurro en los labios de
Estela, un simple segundo más para racionalizar el tiempo, lo que podía
ocurrir, pero mi cerebro no funcionó con la rapidez necesaria, y por eso, nada
más despegué los párpados para abrir mis ojos, Cody me atacó.
El primer golpe, frontal y consiguió
derrumbarme. Un puño que se batió como una maza sobre mi mandíbula, consiguió
tirarme al suelo. Se me cortó la respiración al caer de lado, simultáneamente
tanto el golpe en mi mandíbula como el del contra el suelo me dejaron unos
segundos, muy cortos, en blanco. Sin embargo, había algo dentro de mí que me
espabiló, y tal cual ave fénix, me incorporé.
Cody no atendía a nada, pasó por mi lado
como si me acabara de dejar literalmente inconsciente, no había nada que llamara
su atención salvo ella. Solo tenía ojos para Estela.
–Tengo que reconocer que esto no me lo
esperaba. No contaba con que él nos interrumpiera –comentó con una
impresionante templanza–. Pensaba que no lo perdonarías jamás. Sinceramente no
contaba con ello, después de engañar a tu hermano y tus amigos no caí en el
detalle de que él se presentaría y fastidiaría mis planes –continuó caminando,
tranquilo como si tuviera todo el tiempo del mundo–, pero ha sido muy fácil, es
muy blando.
Estela, a su vez retrocedió, caminó sin voz
y con los ojos desorbitados llenos de terror. Se abrazó el estómago y ese gesto
provocó un acto descontrolado de mi parte. Todo a mí alrededor rugió frenético.
Conseguí levantarme ágilmente con mis manos y atrapé el pie de Cody, alteró su
caminar pausado y firme pero no lo tumbó, tampoco se trataba de mi intención,
tan solo imponía una distancia entre Estela y él.
– ¡Corre! –le grité a Estela, al tiempo que
tiraba, con la fuerza necesaria como para partir por la mitad alguno de sus
huesos.
No conseguí una mierda, más que fastidiarla
más. Cody se recuperó pasando su peso de una pierna a otra, luego como un
animal, me pegó una patada que esquivó mi cara pero no mi hombro lo que me obligó
a soltarlo y retorcerme de nuevo, después, para mi maldita desgracia se fue a
por Estela…
Estallé, no ha tiempo porque en el instante
que conseguí atraparlo de la chaqueta, él también la atrapó a ella del pelo, y
utilizándola de apoyo, la tiró contra la mesa de cristal…
¡NO!
Rugí mentalmente a la vez que todo adquiría
una lenta y horrible escena:
Ella cayendo con los brazos agitados, la
boca abierta soltando un grito sordo, el cristal quebrándose y abriéndose por
millones de ranuras, luego la explosión de cristal y miles de trozos saltando
por el aire, repartiéndose por toda la estancia…
Mis ojos se inyectaron en rojo, por mi
venas corría adrenalina y ya no me importaba una mierda mancharme las mano de
sangre.
Esta era mi venganza.
Apreté mi puño, la lentitud se conservaba
en mi vista pero no en mis movimientos, todavía mi mano seguía pegada a su
chaqueta. Tiré y empujé, dos movimientos coordinados, perfectamente
organizados. Cody trastabilló y en un amarré de fuerzas equilibré mis pies,
luego, tan alterado como si en vez de sangre me corriera veneno por las venas, lo
estampé contra una pared y comencé a pegarle un golpe tras otro, y otro, y
otro. Así hasta que sentí que los nudillos me ardían.
Me detuve el suficiente tiempo como para
coger una bocanada de aire. Cody, mal tirado en el suelo escupió a un lado, después
me miró con los ojos hinchados, uno casi no lo podía abrir por la burbuja de
sangre que le salía del lagrimal, pero consiguió que en sus labios se dibujara
una sonrisa.
– ¿Eso es todo? –balbuceó–. Ella golpea
mejor…
Le di un puñetazo en la mandíbula, tan
igual al que había recibido. Resbaló por la pared hasta terminar en el suelo.
No había terminado así que lo levanté cogiéndolo por las solapas de la camisa y
coloqué mi cara lo más cerca de la suya posible
–Cometiste un primer error; tocarla. Y ahora
cometes la segunda estupidez; volver –dije y me sorprendí lo muy tranquila que
sonaba mi voz–. Y no es lo mejor que puedo hacer, no vales tanto como para
demostrarte lo mejor.
Soltó otra carcajada, otro sonido molesto.
Le propiné un golpe más, el último que lo dejo brevemente KO.
Lo solté como si fuera basura. Su cuerpo se
unió al suelo, deseé darle de patadas hasta que se le salieran las tripas por
la boca, pero el leve quejido a mi espalda interrumpió las imágenes de mí; mis
manos y mis pies, y el destrozado cuerpo de esa miserable rata.
Me volví y fui a por Estela. Estaba peor
que nunca.
– ¿Estás bien?
Negó con la cabeza.
–Me duele más…no me puedo mover. Me duele
respirar.
Percibí la angustia en su voz y fue de lo
más contagiosa. No quería tocarla, no podía menear su cuerpo porque pondría en
peligro ambas vidas, sin embargo mis manos temblaban por cogerla y estrechar su
cuerpo contra el mío.
–No te muevas.
Con el pulso a cien arrastré mi manos hasta
la suya, tan solo apoyé mis dedos en su palma, y retiré su cabello con mucha
delicadeza.
–Andreas –Estela apretó mis dedos–. No me
dejes–suplicó.
Recordé el mismo día que la llevé al
hospital, casi en el mismo estado.
–No, nunca. Está vez nadie, ni tú me
alejarás…
–No lo voy hacer –añadió sin voz–. Te
seguiré…
Se interrumpió por una queja, por un dolor
que la movió y ese movimiento le causó más dolor. En un acto por tranquilizarla
llevé mis manos a su cara y sus pálidas mejillas se mancharon de sangre.
No, otra vez no…
Temí comprobar de donde salía la sangre
pero me animé diciéndome que si se trataba de un corte debía taponar la herida,
cortar la circulación de la sangre. Comencé a comprobar los daños y a simple
vista no había heridas, pequeños cortes por las manos, los pies…Sus piernas…
–Otra vez, otra vez…
– ¿Qué pasa?
Negué y me acerqué un poco más a ella.
–Estela –susurré–, intenta calmarte y
respirar con normalidad.
Con ansiedad saqué mi teléfono y marqué el
único número de la única persona que sabía vendría enseguida; Darío. Me coloqué
el móvil en la oreja sin perder de vista a Estela. En ese momento su mirada se
desvió a un punto en mi espalda y sus ojos somnolientos se abrieron
desmesuradamente.
Demasiada información,
pensé tardíamente.
Antes de que pudiera soltar un grito de
advertencia sentí un dolor intenso en un costado, me quemó y noté como la carne
se me desgarraba. No salió un grito de mis labios, no salió nada, el dolor me
enmudeció pero conseguí volverme y ver como la silueta de Cody se volvía a
abalanzar sobre mí.
Ambos caímos al suelo, yo encima de un
manto de cristal, él encima de mí. Sus manos, más rápidas que las mías pero más
lentas que un ser humano se deslizaron por mi garganta y comenzaron a
presionar.
En un segundo tenía mi cuello en su
poder.
Utilizando mis pocas fuerzas, una de mis
manos se fue directamente a su muñeca, una lucha inútil, la herida me palpitaba
con fuerza, se marcaba al ritmo de los latidos de mi corazón, sin embargo, no
podía dejar que él ganara, no teniendo a Estela tan débil.
Estiré mi mano, a tientas, buscando un arma
lo suficientemente grande como para atravesar su cuerpo. Noté el cristal entre
mis dedos y mi cabeza me gritó; este sí.
Lo apreté en mi mano y levanté el brazo sin vacilar, sin miedo y, sin pensar
clavé la punta en su cabeza, en la sien, al lado de su ojo.
Cody gritó, me soltó para incorporarse e
intentar tocarse la herida, no llegó, comenzó a convulsionarse. Luego se quedó
parado y los brazos le cayeron inertes a los costados. Miré, conté y me mantuve
quieto, comprobando en qué estado estaba.
Joder.
Tenía que estar muerto, le acababa de
clavar un trozo de cristal tan grande como mi brazo, una cuarta parte le
atravesaba la cabeza, parecía uno de las macabras imágenes de asesinos en serie
de película.
No obstante, continué dudando, hasta que me
moví un poco y ese cuerpo cayó a un lado, completamente muerto.
Traté de volverme pero hasta ese movimiento
me regalaba un terrible dolor en el costado. Gruñí y me miré la zona afectada,
un cristal casi tan grande como el que Cody aún tenía clavado en su cerebro, me
atravesaba la zona de las costillas.
Mierda.
La cosa no pintaba bien.
Coloqué mis dedos encima para intentar
quitármelo, imposible, el dolor no solo aumentó, sino que encima me mareó.
Me dejé caer hacia atrás y miré el techo
con desesperación.
–Andreas…
Me giré y me crucé con el intenso mar,
jamás sus ojos me habían parecido tan hermosos como en ese momento, pero, su
rostro señalaba arrugas de cansancio, tristeza y principalmente; preocupación.
–Estoy bien –dije y le mostré una sonrisa, no
lo suficientemente convincente porque ese rostro preocupado no se borró–. Todo
saldrá bien.
Ella negó con la cabeza.
–Ya nada va a salir bien…y lo siento…
–No tienes que pedir perdón por nada, yo
cometí el error y me lo merecía.
Alargué el otro brazo buscando el maldito móvil
por el suelo. Con cada movimiento la herida me dolía más, y más. No di que con
más trozos de cristal que al tocarlos me cortaban.
Bufé lleno de frustración.
–Te quiero, quiero que lo sepas…
–Estela.
Se mordió los labios tras aguantar un
renovado dolor, cerró los ojos y de nuevo continuó:
–Sshuu.
Siempre te he querido y ya te perdoné –tosió y me pareció ver sangre en sus
labios, no estaba del todo seguro mis parpados se cerraban–. Te mentí, ella
también te quiere.
–Lo sé.
–Ámala tanto como me amas a mí, y ponle un
nombre bonito, no el mío. Busca otro original o que signifique fuerza, pero que
tenga algo de mí…
–No gastes energías, cariño. Ya habrá tiempo
de hablar del nombre…
–Dame tu palabra –interrumpió–. Prométeme que
ella será lo que más quieras en esta vida. Prométeme que ella será lo primero y
nada os alejará.
–Estela…
–Prométemelo.
No le di muchas vueltas a sus palabras pero
si era lo que necesitaba para estar tranquila, no me importaba prometer nada
porque en realidad era lo que iba a suceder.
–Te doy mi palabra.
Ella sonrió.
–Te quiero –dijo.
–Y yo.
–Yo más…
Su voz murió a causa de los fuertes
dolores, cogí su mano y la estreché con fuerza. Quise cerrar los ojos pero temí
dormirme y perderme.
Aguanta
un poco más, me dije. Solo el tiempo necesario para ayudar a Estela y
conocer a la ratoncita.
Un poco más…
Un poco más…
Un poco…
Entonces se produjo un milagro.
Una sombra se posó delante de mi cara, noté
unas manos presionar mis hombros y escuché su voz.
– ¿Andreas?
Era Darío.
Comenzó a mirarme y atrapé su mano antes de
que continuara.
–Estela, Estela primero –dije.
–Ya están con ella –dijo sin mirarme.
Me giré, y cierto, varias personas; dos
hombres y una mujer vestidos de azul marino con el signo de un centro
hospitalario cosido al lateral de sus uniformes, la rodeaban, otro se colocó a
mi lado.
–No, no la menéis –ordenó uno de ellos, un
hombre más mayor–, trae una sábana limpia, y un par de cojines. Tú trae
toallas, agua y mi material.
– ¿Va a proceder aquí? –preguntó la joven.
El hombre ni se molestó en mirarla para
contestar.
–No es la primera vez que una madre da a luz
en su casa. Venga, menearos, rápido.
Todos se pusieron en movimiento. Unos la
cogieron y en el momento que se estiró la sábana en el suelo dejaron a Estela encima,
con sumo cuidado, después la obligaron apoyar la cabeza en los cojines.
Cuando me cogieron a mí para quitarme de
encima de los cristales, me agarré al brazo de mi amigo y lo miré con
intensidad a los ojos.
–No me alejéis de ella –amenacé.
–Estás muy mal…
–Me da igual, puedo aguantar.
Dudó y le echó un vistazo a mi herida. Iba
a negarse, lo sabía, pero antes de suplicar más, el chico que me atendía se me
adelantó.
–No importa, puedo curar su herida donde sea…
– ¡Andreas!
Y Estela y su súper grito fue lo que
animaron a esos dos a dejarme al lado de ella, tumbado pero en el suelo, al
menos ya no había más cristales.
Deslicé mi mano por la moqueta hasta
encontrar la suya, ella continuó gritando, respirando, pero en el momento que
nuestros dedos se tocaron, Estela me cogió de la mano con fuerza y me miró
durante unos segundos, después el medico que la atendía captó su atención y
ella obedeció.
Sufrí igual, me retorcí del mismo modo y
sentí admiración por esa mujer que luchaba, bajo todos los fuertes dolores por
traer una vida al mundo, mi vida.
Perdía fuerzas, lo sé, mis ojos se cerraban
y a veces no conseguía ver con claridad lo que me rodeaba, pero luche con ella
por mantenerme despierto, por ver cada detalle que se evolucionaba.
Solo un poco más y después descansaría.
Ellas ya estarían a salvo.
Entonces, tras un tiempo que consideré
eterno escuché el leve quejido de una animalillo, un bebé. Miré desorbitado la
criatura que el médico tomaba en brazos mientras la joven limpiaba a mi hija
con una de las toallas limpias.
Sonreí.
Como
un sol,
esa fue mi expresión y esa fue mi sensación al verla por primera vez.
Mi sol.
Con la misma sonrisa me volví hacia la
creadora, la luchadora que había conseguido esa vida para mí.
Tenía los ojos cerrados y una sonrisa en los labios.
–Estela, lo has logrado –susurré.
No reaccionó, no parpadeó y su mano ya no
ejecutaba la misma fuerza, es más, no había fuerza en ella.
– ¿Estela? –insistí mientras tocaba su mejilla,
la sentí fría y húmeda.
–Doctor… –murmuró la joven con un leve tono
alarmado.
Algo iba mal. Algo no era lo correcto. Algo
no sucedía como debería.
– ¿Está dormida? –pregunté, pero seguía sin
ver síntomas.
El caos comenzó a rodearme, los enfermeros
se movieron, la acomodaron mejor retirándole los cojines de la cabeza y me
quitaron su mano de mi cercanía.
– ¿Qué pasa? –pregunté.
–Síguele hablando –pidió el joven que me
curaba a mí, quien había dejado sus labores y tenía la vista fija en ella, como
Darío, a quien el pulso le temblaba.
¿Qué sucedía?
No estaba fuertemente sedada, no dormía.
Ocurría algo terrible, el corazón me lo decía pero me negaba creer tal cosa.
¿Ya está? ¿Todo termina así?
–Ha perdido mucha sangre.
El de mayor edad y pelo canoso, el hombre
que había ayudado a mi pequeña a respirar asintió, tenía los pantalones
completamente manchados de sangre, prueba de toda la sangre que había perdido
Estela. Su rostro me advirtió de lo grave de la situación.
–No respira.
El doctor, asintió y sacó más utensilios de
una enorme maleta que tenía al lado, luego colocó unos cables alrededor de ella
y activó una máquina.
–No tiene pulso –dijo.
Las tripas se me descompusieron al oírle
decir eso.
–Estela –la llamé, centrando mi atención en
ella–, por favor, respira…respira.
–Saca los desfibriladores.
Vi movimientos, manos tocar su cuerpo,
sonidos de aparatos y más comentarios.
–Vamos, venga, ratita, respira.
–Un,
dos, tres, descarga…
–No me puedes dejar. Todavía no puedes
dejarnos. No la conoces a ella.
–Un,
dos, tres, descarga…
Noté húmeda mi cara y me dio igual estar
llorando delante de toda esa gente. El miedo me consumía. La ansiedad podía
conmigo.
¿La había perdido?
–Lo siento, cambiaré, seré lo que quieres que
sea. Haré que cada día seas la mujer más feliz del mundo, pero no me dejes –me
atraganté con mi propia voz, sentí una bola en mi garganta, una bola de fuego
ahogándome, quemándome el pecho–. No quiero vivir sin ti…
–Descarga…
–…No puedo vivir sin ti…
–Continúa
igual…
– ¡Descarga!
–decía el doctor
– ¡Estela!
–Doctor.
Doctor… Es demasiado tarde –dijo la joven, con dolor.
¡No!
Recuerdos, mi cabeza se llenó de ellos como
soplos de aire fresco entrando por una ventana abierta que había dejado en mi
cerebro.
Ella en la cama. Ella encima de mí. Ella
con ese disfraz de ratita. Ella en la cocina de mi casa preparando galletas de
chocolate. Ella en el jacuzzi, provocando. Ella correteando por los pasillos de
mi oficina. Ella en Paris. Ella en la mecedora. Y ella tras las puertas de un ascensor
que se abre y me la muestra.
Nuestro primer encuentro. No podía perder
eso.
–Lucha, lucha como lo has hecho con ella…
–Insulina…
–Doctor…
– ¡Dámela!–gritó.
Los médicos trataban de ayudar al doctor,
la desolación se palpaba en un ambiente que se había llenado de dolor.
–Lucha por vivir, por favor –susurré notando
como me pesaban las lágrimas, como el peor dolor jamás vivido se apoderaba de
mi corazón, de mi mente, como su imagen en mi cabeza se perdía en el horizonte
de mis pensamientos–. Sígueme…
Un último esfuerzo, directamente en su
corazón, un golpe que la revolvió pero no la reanimó.
Mi última esperanza se había escapado con
esa inyección.
–Hora de la muerte…
Sí, la había perdido y para siempre.
Todo pareció detenerse en un impasse de
tiempo ausente. El sonido murió y mis esfuerzos con él. Tomé la mano de Estela
entre la mía, me la llevé a los labios, la besé sin dejar de mirar su sonrisa y
me empapé de su imagen.
–Te quiero.
Y así era y así sería. Para siempre.
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