Hace ya tres días que me dieron la última
extrema unción. No hubo funeral, solo un ataúd enclavado con seis clavos,
vacío, entrando en un foso oscuro y sepultado por tierra y una lápida con mi
nombre y mi apellido. No hay siquiera una frase de mis seres queridos, solo mi
nombre escrito cursivo y en letra grande para poder ocupar ese pequeño recuadro
apoyado sobre la tierra revuelta y húmeda.
No hay flores, no hay gente en mi velatorio
y nadie acude a mi entierro, solo el sacerdote que comienza con un rezo lirico
en otra lengua que ni siquiera es la mía. Pero todo eso era de esperar.
No sé en qué ciudad del mundo nací, no
conocí a mis padres y durante cuatro años era nada más que un número para las
personas. Seis, ese era mi nombre, mi puesto en el mundo y todo número que se
necesita para diferenciar a la gente, mi nombre y mi apellido, solo un
insignificante Seis. Me criaron unas monjas hasta que cumplí quince años,
después me soltaron a la calle como si fuera un vulgar perro que molesta con
sus ladridos a los infectados de maldad, egoísmo y afinidades de cosas que con
esa edad no llegaba a entender, pero… la vida en la calle me enseñó. Fui
ladrona, viajera buscando un punto donde quedarme y huyendo de las ratas
carroñeras que vivían en las cloacas o debajo de los puentes tratando de
sobrevivir del apocalipsis que había sobre nuestras cabezas. Con toda la peste
que había a mi alrededor, fui entrenada para poder resistir cada día.
Con diecisiete años una anciana me recogió
en su casa y me dio abrigo, comida, un hogar y un nombre…
Luna.
Dijo que me encontró una noche de luna
llena con las manos llenas de sangre. Yo no lo recuerdo, solo sus brazos
abrazando mi cuerpo y moviéndome, nada más.
Ella cuidó de mí y yo, con el tiempo
aprendí a respetarla hasta incluso quererla, pero, como todo lo demás,
desapareció y de nuevo, me encontraba sola.
Cogí mis pocas pertenencias y el mínimo
dinero que me permitiera sobrevivir y viajé de nuevo. Me establecí en una
ciudad más grande, pero igual de infectada de las mismas ratas con las que me
había cruzado en mi vida.
Ciudad de los Ángeles.
Extraño nombre para definirla, la
catástrofe la había tocado como a casi todas de este mundo, abecés pensaba que
había un lugar donde no hubiera tanta desgracia, donde se pudiera vivir en
armonía, pero por mucho que hubiera preguntado o tratado de informarme, todo
estaba igual de finalizado y en cada uno de esos lugares, los manda más, eran
los mismos. Asesinos, mercenarios, narcotráficos o violadores, gente mala nos
gobernaba y acampaban a sus anchas matando aquel que no le diera lo que era
suyo o utilizando aquel que necesitaban. Estábamos rodeados.
Durante un tiempo traté de evitarla y lo
conseguí. Me instalé en una pequeña y humilde
guardilla de unos cincuenta metros, la adorné como pude y quedó bastante
aseada, aunque igualmente lúgubre y poca cosa. Conseguí un trabajo como
ayudante de un médico en una escaseada pero efectiva consulta y aprendí tanto
como para ayudar aquellos que lo necesitaban. No ganaba mucho pero lo
suficiente para poder mantenerme día a día. Y me llenaba.
Los días eran oscuros pero las noches,
llamativas de rojo, la pobreza se veía allá donde miraras y las caras pálidas
te perseguían pidiendo humildemente, casi con la desesperación un poco de
comida. Los crímenes subían y como no había nadie que reclamara a esa persona
muerta casi se había convertido en una forma de vida, eso sí, si te atrevías a
meter las narices en asuntos que conllevaban al gobernador que dictaba la
sentencia de la ciudad, tus días estaban contados. Nunca juzgué y en mis turnos
de camino para ir a trabajar mantenía la cabeza agachada para no llamar la
atención de nadie, pero todo eso se hizo imposible el día que lo conocí a él.
La palabra amor para mí era una leyenda
urbana. Si jamás amaba, jamás lloraría por la perdida y jamás sufrirá. Había
sido desterrada de todo cariño desde el día que mi madre me dio la vida y aun
así, sin que nadie me diera una muestra de amor había continuado adelante hasta
que la anciana me había amparado en su casa, de nuevo, cuando había comenzado a
querer, todo se esfumó tan rápido que casi ya no me acordaba de la mujer que me
había puesto mi nombre, pero ahora lo conocí a él y erróneamente volví amar.
Lo recuerdo todo de él, su rostro, sus
ojos, sus labios, su cuerpo, el calor de su piel, su aroma, la tenacidad de sus
caricias, el amparo de sus labios y el deseo de su cuerpo contra el mío. Todo a
gran escala.
Lo amaba y él a mí, hasta incluso íbamos a
casarnos de una forma especial, ya que esos actos ya no se llevan a cabo, como
muchos otros. Aun así, nosotros lo conseguimos.
Nos casamos un Domingo, tres días antes del
día de todos los Santos difuntos. Pero el día más feliz para mí no terminó como
yo me lo esperaba.
Me dieron dos tiros en el pecho, justo en
el corazón, sentí el quemazón e inmediatamente dejé de sentir cualquier cosa.
Caí al suelo, en medio de mi humilde guardilla, aun vestida de novia y con la
sangre manchando la delicada tela blanca. Me tiraron al mar y me dejaron
hundirme como una Ninfa de cabellos sueltos siendo arrastrada por el viento. Me
mecí y me mecí mientras la oscuridad se apiadaba de mí.
Estaba totalmente muerta.
Muerta.
O eso creía.
Al caer la noche abrí los ojos y con
espanto miré hacia la nada. Me vi envuelta en la más oscura y dolorosa soledad,
el corazón me dolía y los pulmones me quemaban. Grité sin sonido alguno pero si
miles de burbujas brotaron de mis labios. Como un resorte mi cuerpo se sacudió,
tratando de buscar la fuerza de mis músculos para activar cada una de mis
células. Presión, agobio y miedo, tardé unos segundos en darme cuenta de que
tenía que salir del agua y eso que tenía una voz en mi cabeza que me lo gritaba
suplicante de nerviosismo. Acepté y ordené a mis extremidades que comenzaran a
moverse, la tenacidad de mis pensamientos, las imágenes del exterior visto
desde otros ojos que se unían a los míos y la necesidad de aire me impulsó con
violencia al exterior. Respirar fue aún más doloroso que la falta de aire,
grité y me amparé a la esquina de una envejecida y astillada tabla de madera
que se enganchaba a otras formando un pequeño saliente de puente viejo. Cuando
conseguí sacar todo mi cuerpo del agua me tiré a la madera boca abajo juntando
mi frente con la fría y ennegrecida materia y comencé a respirar con exageradas
pulsaciones, cerré los ojos y mi propia imagen hundiéndome en el agua cual
delicada mujer mientras dejaba un rastro de rio de sangre me invadió
dolorosamente.
Había
muerto…
El sonido grave de un ave me instó alzar la
cabeza y justo delante de mí, encima de un bidón de metal oxidado un cuervo
negro me observaba atentamente, miré directamente sus ojos, dos bolas negras
que brillaban intensamente, como su pelaje, y donde de pronto me vi reflejada.
Una mujer vestida de blanco, sonriente y
dando vueltas en un iluminado lugar lleno de velas con un enorme ventanal a su
espalda.
Era yo, momentos después de casarme, justo
cuando había entrado en casa…feliz, con él…
Noté dos lagrimas pesadas caer de mis ojos
y resbalarse por mis mejillas. Miré de nuevo al cuervo justo a esa mirada negra
y otra vez una mujer reflejada, pero esta vez
era otra imagen muy diferente, era la misma mujer, solo que, tirada
encima de un puente con una cara sin vida y pálida, una mirada triste y dos
lágrimas negras en cada una de sus mejillas dibujadas en línea recta.
Esa sí que era yo.
El
cuervo volvió a gruñir con el pico en alto y abatiendo sus alas. Me levanté y
él alzó el vuelo, rodó haciendo círculos varias veces a mí alrededor y luego
planeó recto. Seguí su dirección, como si mi cuerpo fuera controlado por ese
animal y comencé a caminar, caminar sin parar mirándolo a él en el cielo oscuro
de una noche fría y silenciosa como el tempano. Estuve horas y horas caminando
descalza y arrastrando la cola de mi vestido pero no me sentía cansada ni
perdida, era como si tuviera un punto de alcance y sabia de sobra que iba a
llegar a ese lugar.
El destino acude a tu puerta tarde o
temprano.
Una puerta de verja envejecida me detuvo,
el cuervo desde el cielo graznó y dio varias vueltas sobre mi cabeza para de
nuevo retomar el vuelo y continuar. La verja estaba cerrada con una cadena que
se enganchaba a un pesado cerrojo. Tomé esa pieza plateada en mi mano y tiré,
la puerta se quejó pero se frenó impidiéndome entrar, tiré de nuevo y aunque
cedió un poco no se abrió el suficiente hueco para dejarme entrar. Respiré con
fuerza manteniendo la calma, ayudándome por esa voz que me pedía tranquilidad.
Cerré los ojos y centrándome en eso obstáculo tiré con fuerza. Una inexplicable
fuerza antihumana salió de mí, y esta vez no solo rompí el cerrojo, la cadena
quedó a una simple miseria de aretes rotos y la puerta ser abrió
estrepitosamente. Abrí los ojos y entré.
El lugar estaba desierto y más sumido en el
silencio que todo lo anterior, solo las débiles de miles de llamas de velas ya
casi derretidas alumbraban todo a mi alrededor.
Un cementerio.
Las lapidas en fila se apostaban en el
suelo, unas llenas de flores, otras abandonadas como simples tablas de cemento,
pero en todas partes, velas, muchas velas velando a los muertos.
Hoy comenzaba su día, un día que se
convertiría en noche eterna, sin la luz del sol ni de la luna, un eclipse de
veinticuatro horas sobre todas las cabezas. El día de los Santos Difuntos.
Continué hacia delante, dejando atrás
tumbas para encontrarme con otras, jóvenes, mayores, niños, de todas las
edades, un cementerio lleno de mil almas que han caído dejando otras almas
perdidas y pasando por el mayor de los sufrimientos.
La soledad en la falta de aquellos que
amamos.
La vida abecés carece de sentido si no hay
alguien viviéndola a tu lado.
Guardé la pena que tal pensamiento me
invadía y me di cuenta de que me había detenido, de que mis pies se habían
parado ellos solos delante de una tumba. Una placa vacía, sin una rosa, ni una
vela que la alumbrara como a todas las demás, pero con un nombre y un apellido.
Luna Bell.
Era yo. Mi nombre y el apellido de él.
De golpe, sentí de nuevo el feroz golpe de
las balas en mi pecho, caí al suelo de espaldas. Solo que esta vez, en ese
momento no se oscureció nada, estaba en mi casa, en ese mismo fatal día
soltando mi último aliento de vida mientras buscaba con la mirada al hombre que
amaba, no lo encontré, pero si vi un rostro, uno desconocido, acuclillado en el
suelo, mirándome atentamente mientras su cabeza se ladeaba de un lado a otro y
de sus labios salía la nana de una canción de muerte:
Duerme niña, duerme y cierra los ojos…
La muerte te ha llamado pequeña hermosa hada de la noche…
Te acuna el sueño…
Eternamente muerta y eternamente dormida.
No lo recordaba todo, pero ese rostro se
había grabado en la retina de mis ojos y su voz, asqueroso sonido llamando a mi
muerte y destrozando mi vida.
Mata,
asesina, venga tu muerte.
No es mi voz, pero si mis pensamientos y la
sed de venganza que ansío hasta el infinito. No obstante, antes de ir en busca
de mi primer cometido me levantó del suelo y como una gacela busco con la
mirada otra tumba. Lo busco a él, su nombre y nuestro apellido, pero no lo
encuentro, si está muerto no lo han enterrado a mi lado, no estamos juntos.
Ni mi descanso lo puedo pasar a su lado.
Sentí las lágrimas caer pesadas por mi
rostro, el dolor me abrumaba pero el odio estaba más vivo que nunca. El cuervo
me llamó a mi espalda, incitándome, pidiéndome en mi cabeza que equilibrara la
balanza. Lo sé, lo escuchaba y sabía que tenía que hacer, pero necesitaba ese
pequeño tiempo, esos minutos para poder llorar la muerte de un ser amado,
alimentar su destino y pedirle que me esperara, que pronto estaríamos juntos de
nuevo.
Tras unas susurradas plegarias besé mi tumba
imaginándome que él estaba ahí y que mi beso era para él, después me levanté
del suelo con el cuerpo cargado de adrenalina, la energía brillando desde mi
interior y el cuervo en mi hombro, murmurándome al oído que camino tenía que
tomar y donde encontrar al primero de una lista que se había pintado de rojo.
Vive y muere. Le toca al primero.
Rodeado de gente, riéndose de sus
magníficas habilidades de matar gente inocente y aclamando a los cuatro vientos
lo peligroso que era y el peligro que corría la gente que se atreviera a
mirarlo más de dos segundos enteros…
Estúpido cantarín de pacotilla, tu muerte
estaba cerca y ni siquiera te iba a dar tiempo a reaccionar.
El primer individuo fue fácil de encontrar
y más fácil de tentar. No era en sí que lo mirara más de esos dos segundo que
él mismo había advertido, es que mi aspecto lo activó de inmediato, solo que en
vez de coger su pistola y disparar, salió corriendo, huyendo el muy cobarde y
lo que consiguió fue que se terminara encontrando conmigo cara a cara. No dejé
que el tiempo fluyera, no dejé que se defendiera pero sí que me sintiera, me
viera bien y sintiera todo el dolor que me había producido.
Saqué la daga que aguardaba en su cinturón
y rajé primero sus muñecas, cortando sus venas perfectamente, un corte limpio,
rápido y acertado. Él cayó al suelo impactado mientras se veía como de las muñecas
emanaba un intenso rio carmesí, no me estremecí, ni me dieron arcadas, solo el
fluir de mis movimientos parecían que tuvieran mi consciente entretenido y la
cancioncilla que resonaba en mi cabeza, esa nana que el mismo desgraciado que tenía ante mí me había cantado…
Se la canté mientras lo cogía del cabello,
luego, sintiendo esas lágrimas negras en mis mejillas tiré con delicadeza hacia
atrás y mirándolo a los ojos le rajé el cuello lentamente como si fuera un pez
y lo estuviera destripando, suavemente y escuchando el delicado sonido del
acero cortando la carne.
Finalmente viendo como sus ojos se abrían
como platos lo dejé caer hacia atrás. Entonces, tan de improvisto como la otra
visión, vino otra.
Él, amor antaño y amor presente, en el suelo,
respirando con dificulta, intentaba alargar su mano para cogerme… Mi amor. El
individuo lo golpeó de nuevo retirándolo de mí y a continuación, comenzó a
soltar obscenidades mientras se me acercaba con un látigo en la mano, sonrió
mostrándome unos dientes negros y vi el fluir del látigo lentamente golpear en
mis rodillas, un golpe que me derrumbó, después otro más, en la espalda y otro,
y otro, y otro…
Abrí los ojos. Me encontraba a cuatro patas
en el suelo, con el cuerpo ya frío del individuo que acababa de matar y
memorizando mi siguiente asesino, mi siguiente paso y el siguiente sujeto que
iba a enterrar bajo tierra.
Vive y muere. Le toca al segundo.
Tan inhumano como el anterior, tan poco
respetuoso con la vida humano como gigante que aplasta al débil con una mano y
luego le arranca la cabeza para comérselo. Una abominable especie que deseaba
cazar y con un tanto de esperanza de poder matar tan fácilmente como había
matada al primero, solo que, en el momento que me presenté delante de él, este
sí que sacó un arma y comenzó a disparar, tal vez esquivé dos o tres balas,
pero una me dio, solo que, no me hizo nada, la bala cayó al suelo antes de que
rozara un poco mi piel. Clavando mi mirada en esa pistola que continuaba
disparando humo, avancé un paso detrás de otro directa a por el individuo.
Aturdido y nervioso me tiró el arma, la esquivé y con un danzarín movimiento me
coloqué detrás de él. El látigo, brillante, negro como una estrella solitaria
en el cielo se reflejó en mi mirada señalándome el final.
Sentí la piel cálida contra mi mano. Su
arma, su muerte. Dancé en el aire la piel haciendo una circunferencia perfecta
y lentamente, como antes, arremetí contra él.
El sonido me invadió como música para mis
oídos, dos más le siguieron, igual de lentos, igual de dolorosos e igual de
satisfactorios, al cuarto desvié su movimiento y enganché esa fina cola al
cuello del asesino, cuando estuvo bien estancada, la hice volar por el cielo
deshaciéndome de ella y haciendo que pasara por un tubo del techo, en el
momento que cayó en mi mano de nuevo, tiré con fuerza. El individuo se alzó en
el cielo con la soga apretando su cuello. Lo miré a los ojos mientras de los
míos se derramaban esas lágrimas negras, solo fue un pequeño momento, pero el
suficiente para que recordara el rostro que lo había ahorcado.
Me llevaste en la vida y ahora me llevarás
en la muerte.
Tiré y mientras pataleaba nervioso contra
el viento vi en su rostro la fatídica y angustiosa perplejidad al darse cuenta
de que iba a morir.
Y entonces esa piel se resbaló de mis manos
y caí.
Otra visión, otra dolorosa razón para
continuar.
Los tacones retumbaban en un suelo arenoso,
sus dedos largos pasaban por las llamas de las velas como si fueran teclas de
un piano, y solo, cuando a él lo tiraron al suelo, ella se atrevió a venir a
por mí con rapidez. Mientras al hombre que amaba le golpeaban violentamente,
ella me cogía del pelo y la barbilla para que lo mirara todo atentamente. Me
susurraba al oído todo aquello que deseaba que le hicieran al hombre con el que
me había casado, sonreía y me lamia la mejilla limpiando las lágrimas que caían
junto con mis suplicas que se convertían en chistes para ella ya que de nuevo,
daba otra orden, y de nuevo, lo golpeaban.
Solté un tremendo grito tras la visión y
comencé a llorar. Lo duro de todo no era matarlos, eso se asemejaba a la
completa satisfacción, lo más difícil era revivirlo todo como si todavía
estuviera presente.
Vivir y no olvidar. Nunca llegas a superar
algo así y tampoco disponía de tiempo para curar la herida interna.
Eso es lo que me estaba arrancando el alma
y haciendo de mi corazón un órgano muerto, lleno de oscuridad y recuerdos
tenebrosos. Pero tenía que continuar, la lista estaba llegando a su final y una
vez terminado todo, mi descanso me acunaría y mi amor estaría esperándome.
Me levanté del suelo y comprobé con mis
propios ojos que el asesino número dos estaba muerto, y si, lo estaba. Ahora a
por la mujer, ya tenía pensado que hacer, le gustaba los tacones y anhelaba el
fuego, pues le daría lo que más deseaba.
Vive y muere. Le toca a la tercera.
La mujer no conocía la decencia y le
encantaba lo duro, por suerte para ella, iba a recibir una muy buena lección de
todo eso. La lección era aprender y ella lo conocía todo muy bien.
Mi improvisada llegada solo hizo que me
dedicara una sonrisa, me dedicó un precioso alago por mi vestido de novia mal
trecho y después me señaló con la mano una cama que reposaba a un lado de esa
cueva nauseabunda y de donde colgaban del techo unas cadenas con esposas de
cuero o metal esmaltado en rojo.
Le señalé con la cabeza que no quería ser
su jueguecito y ella me sonrió más ampliamente. A continuación, se desnudó
completamente, dejándose los tacones puestos y se recostó en la cama. En un
total silencio me acerqué a ella y muy lentamente comencé atarla de pies y
manos a través de los arneses que colgaban del techo. La rocié con un aceite
aromático que había al lado de la mesa tirándolo desde una pequeña altura
mientras ella gruñía y se removía inquieta, y finalmente me adueñé de un
encendedor que encontré en uno de sus bolsillos del abrigo. Ella, por primera
vez me miró dudosa y yo, muy educada le informé de aquello que tenía pensado
hacer. Inevitablemente y tras una
intensa mirada, comprendió quien era yo y porque hacia eso. Se sacudió como
loca, gritando y pidiendo clemencia.
Pero, a mí no me perdonaron… ¿Por qué
tendría que perdonarlos yo a ellos?
Le dije que no con la cabeza y me agaché a
su lado para darle un beso largo, dulce y lánguido. Terminé con un adiós y rodé
la pequeña ruedecita, la llama salió instantáneamente. El encendedor resbaló
por mis dedos y cayó en su cuerpo. Inmediatamente ardió como mala hierba en el
bosque. Me llené la mirada de esa imagen mientras esperaba que viniera el
siguiente ataque de visión, pero no vino nada, aun así, sabía que faltaba uno,
el que me había disparado, ya que, en mis otras visiones, ninguno de esos
bastardos habían empuñado el arma que me había quitado la vida.
¿Quién era?
Busqué a mi compañero nocturno, pero el
cuervo no estaba. Cerré los ojos buscándolo y la visión de mi casa se reflejó
como en un espejo, tan nítida que por un momento me dieron escalofríos.
¿Estaría allí mi siguiente asesino?
No lo sabía, pero tenía que ir.
En el momento que puse un pie dentro de mi
casa, la nostalgia, el dolor, los recuerdos, todo me invadió
incontrolablemente. Cada rincón que había construido con felicidad se convertía
ahora en un desierto de oscura arena puntiaguda.
Era más triste pasear por aquí, que pasear
por un cementerio lleno de fotos.
La casa estaba débilmente iluminada por dos
pequeñas lamparitas que habían en dos rincones de la estancia y varias velas en
el suelo justo delante del enorme ventanal con un precioso jarrón lleno de
flores en el medio de tal simbolismo, el ambiente estaba caldeado, por un
momento sentí luz invadiéndome el interior, pero no me fie. Había alguien ahí,
esperando mi llegada para atacar. Me planté recta y avancé silenciosamente
hacia la cama que se encontraba en el centro de la estancia camuflada por
largas telas amarillentas cayendo en cascada hasta el suelo. Rocé la tela con
los dedos tratando de ver un bulto que se movía en su interior con todo mi
cuerpo en alerta para poder atacar y justo, cuando le di cara cada fibra de mi
cuerpo se frenó.
Por un momento llegué a escuchar el latido
de mi muerto corazón, sentí calor en un cuerpo frio y la pena que me había
gobernado desde que había despertado desapareció para convertirse en felicidad.
Él, mi amor, mi marido, estaba vivo.
Con vendas adornando ese magnífico cuerpo y
un rostro magullado, me observó, primero sorprendido, luego incitado al abismo
más doloroso que existe al no creer lo que sus ojos pudieran ver y finalmente,
tras mi breve saludo la felicidad lo alumbró más que la poca luz que daban
todas esas luces que ya de por sí, lo alumbraban levemente a él. Se levantó a
trompicones, con un brazo amparando su estómago y se acercó a mí, sus manos
temblorosas rozaron mi piel y yo, sin poder evitar apoyé mi rostro en esa
devota mano. Tanto mis lágrimas como las suyas se juntaron en un infinito
llanto atormentado.
El abrazo, sus labios, sus manos tratando
de comprobar todavía si era real se unieron al frenesí de necesidad entre los
dos. Cada una de mis extremidades se encajaron a su perpetua voluntad, a sus
pocas fuerzas que se hicieron sorprendentemente grandes y a la necesidad de dos
cuerpos ardiendo el uno por el otro. La suavidad de mi piel se mezcló con la
suya y tras desprendernos de nuestras ropas, la maldita hambre de los dos se
hizo más que evidente. Nuestro amor fuera puro o no, era exacto y no necesitaba
de nada más para entregarse el uno al otro. Solo la necesidad de arrebatarlo
todo, amarlo todo, besarlo todo, enviste tras enviste, gruñido tras gruñido,
aromas húmedos y jamás tienes más de lo que puedes desear pero si te llena
completamente.
Tras la sucumbida subida del clímax recibí
la cuarta visión, el cuarto asesino y el último ser que me había arrebatado la
felicidad.
La visión llegó desde el principio, la
entrada de esos bastardos, irrumpiendo en mi casa como si fuera la suya propia
y todo porque habíamos cometido el error de casarnos a sus espaldas, solo
querían una recompensa, de parte del hombre que amaba y la recompensa era yo.
Mi muerte, ¿Por qué?
Porque el hombre que disparó, el mismo que
había apretado el gatillo era el mismo cerdo que me había contratado en el
consultorio, el mismo cerdo que se había encaprichado de mí y el mismo que
había decidido que si no era para él, no sería para nadie.
La rabia, el desconcierto y la pena brillaron
en mi rostro. Había sido ese bastardo. Lo había tenido a mi lado todo este
tiempo y jamás me hubiera imaginado que pudiera hacer algo así… pero… ¿Qué
estaríamos dispuestos hacer por la persona que se ama?
Matar y morir por ella.
Esto me separaba del hombre que tenía
apoyado en mi pecho tratando de escuchar mi muerto corazón.
Destino incierto, único y desesperado,
ahora te tengo y ahora te pierdo.
Era el final, solo me quedaba un alma más y
lo perdería. Pero al menos, sabía que estaba vivo.
Aproveché el roce de su piel, su aroma
entrando por mis fosas nasales, sus estrujones de piel contra piel desnuda, su
voz derritiendo cada fibra de mi cuerpo y sus labios, marcando los míos, todos
esos detalles, cada uno de ellos los disfruté y memoricé como lo mejor y más
esplendido de toda mi vida. Ahora por fin, había encontrado otro mundo donde la
armonía y la felicidad existían. Un mundo diferente.
Morir así valía más la pena.
Me cambié de ropa, una combinación negra completamente
y me despedí de él tratando de convencerlo que era mejor así, las lágrimas
acudieron a mi rostro y él me las limpió tintando todo mi ojo. Le di un último
beso y fui a por el último asesino.
Vive y muere. Eres el último y el que más
ansío.
El cuervo, mi guía, mi alma y mi oscuro
amigo me guio entre la gente al lugar donde se hallaba la rata más carroñera
que existía en el mundo. Este me esperaba, transformado en un ente diferente a
como lo había conocido, un ser oscuro, vestido de oro y sentado en un
abominable trono al final de la solitaria catedral que él llamaba hogar.
Sabía desde el principio que iría a por él.
Pues no lo decepcionaría.
Tomé una lanza y la lancé lo más fuerte que
pude, la lanza atravesó todo un largo pasillo iluminado con antorchas que
colgaban en las paredes y se clavó al lado de su rostro, solo le infringí un
leve arañazo en la mejilla, pero fue la suficiente distracción para ir a por
él. Corrí como alma lleva el diablo y antes de que se pudiera levantar,
arranqué esa misma lanza con precisión felina en un auténtico desenvolvimiento
de rápidos movimientos y corté su brazo, su pierna y su otra mejilla. Caminé
alrededor de él como una leona acechadora a por su presa mientras lo miraba con
rabia. Él sonreía, se alegraba de volver a verme viva. E incluso se permitió el
lujo de pedirme perdón.
No dije nada, solo me mantuve callada,
pero… Mi mundo se vino abajo cuando de la nada salió un hombre arrastrando un
cuerpo mal herido. Cada una de mis sentidas emociones afloró suspicazmente
arrebatándome toda esa concentración.
No.
Él, era él, mi amor, mi marido, me había
seguido, aun pidiéndole que no lo hiciera lo había hecho y ahora lo habían
atrapado.
Lo tiraron al suelo como si se tratara de
un saco de patatas aumentado así su ya mal estado. Tenía que protegerlo, yo
estaba sentenciada, pero él no. No. E inexplicablemente lo que menos deseaba
pasó.
Cuando me aveciné para protegerlo, el
asesino me atestó por la espalda como un cobarde un terrible golpe que me
derrumbó y me alejó de cualquiera de ellos, después, corrió a por él, mis
gritos no lo alentaron, más bien lo satisficieron y mientras actuaba me miró,
con una sonrisa en los labios y una mirada plenamente llena de maldad. Traté de
incorporarme, levantarme para poder evitarlo…
Demasiado tarde.
Lo levantó del suelo y con una daga tan
dorada como su atuendo, clavó su fina hoja en el palpitante corazón del hombre
que amaba.
Él, con una mirada de paz fija en la mía
cayó al suelo muerto. Entonces lo comprendí.
¿Quién quiere vivir en un mundo donde no
está la persona que amas para compartirlo?
Yo no.
Corrí, desenfrenada, con la lanza en la
mano, llena de rabia, ira y puro fuego ardiendo desde mi cuerpo mientras mi
alma negra volaba a mi espalda. El tiempo se hizo lento, activo y cargado de
imágenes, recuerdos e infinitas venganzas.
La lanza no solo atravesó el cuerpo de mi
asesino, también el del hereje que había arrastrado el cuerpo sin vida que
había en el suelo tirado. Los dos fueron catapultados contra una pared y
mientras observaba la mirada perdida, decadente y poco a poco sin vida del
asesino, dos lágrimas negras cayeron por mis mejillas.
Venganza completada.
El cuervo rugió ferozmente, dio dos vueltas
sobre mí y desapareció.
La fuerza se fue esfumando poco a poco de
mi cuerpo, la debilidad comenzó a derrumbarme y antes de caerme al suelo me
arrastré con pies pesados hacia el cuerpo de él. Caí lentamente a su lado, me
apegué totalmente a él, entrelacé mis dedos con los suyos y apoyé mi cabeza en
su pecho mientras abrazaba su cuerpo con el último resquicio de mi fuerza.
En mi última respiración estabas tú a mi
lado.
Y ahora sí que viajaremos juntos.
Para siempre.
Fin
Muy buena historia !!!!
ResponderEliminarlloré, que hermoso leer eso
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